Los miedos son como apariciones,
fantasmas que deambulan entre los pasillos neuronales, o algo así. Son tenazas,
garfios, anclas. Pueden hundirnos, aletargarnos, mantenernos entre la duda y la
acción inacabada.
Pero también los miedos pueden
ser un fiasco… una treta tan conocida que ya, dentro de la mente consciente, su
aparición solo puede darnos risa. Los reconocemos, los atisbamos cuando
siquiera están asomando sus narices rojas, en esa apariencia de viejos payasos
de circo con tiendas desvencijadas.
Los miedos, la verdad sea dicha,
son un impulso, pueden ser viento que engrosa las velas, son parte del sextante
y la brújula, son, en muchos casos, la energía vital que nos hace ir por
nuestros éxitos más anhelados. Por ello, no hay que temerle a los miedos, hay
que acogerlos, como quien toma entre su pecho a un pequeño, y lo mece, y lo
atiende, y verifica que esté en calma.
Sí, curiosamente, a veces los
miedos reconocidos pueden darnos paz… estos nos indican que vamos en la ruta
correcta.
Así que reconozcamos nuestros miedos, apuremos el paso, mantengámonos en el camino, hay mucho por andar para ser libres.