Belén me mira por tres segundos con esa fuerza de gitana vieja. Toma las
cartas, las acaricia dulcemente. La habitación huele a coco, a canela, un poco
a limón, me parece. Como fondo rítmico de esa atmósfera, detecto un mantra de
monjes budistas. Ya antes lo he escuchado, lo profundo de esas notas masculinas
es sobrecogedor. Tomo conciencia de dónde estoy: un cuarto albo por los cuatro
costados; dos almohadones lila, una mesita japonesa con una servilleta de hilo
encuadrada sobre la superficie pulidísima de nogal; una copa con agua a la
mitad, un candelero de bronce con una nívea acompañante y una caja labrada que
Belén abre, tomando un fósforo de madera, largo y con la cabeza azul. Rasga la
superficie interior de la caja y enciende la vela. Se endereza sobre el cojín,
me acomodo yo en el mío. Inhala suave y suelta el aire como silbando. Eso lo
hará tres veces, la última sonará el suspiro del aire como sintonizado con el
rugido tibetano presente en la habitación.
―Digo, hoy digo ― empieza Belén a hablar ―la historia parcialmente
nublada. Caen fuertes precipitaciones de ilegalidad. Los vientos de descontento
superan los 200 años de espíritu libertario. La congoja de muchos tiene 100
grados de humedad contenida en los ojos. Los vientos esperanzados vendrán del
centro, del sureste, del norte. Se espera que vengan, al menos eso veo. Hay
probabilidad de tormenta ― continúa Belén en su jerga de meteoróloga esotérica.
―Algunos espíritus avizoran un aumento en la presión atmosférica. Me
dicen y yo digo ―continúa como poseída por una especie de Nostradamus del canal
TWC― invoquen a magas y musas. Recen, supliquen… ―alza los brazos en gesto
melodramático y casi a gritos expresa: ―¡preparen percutores, calibres, mechas
y plomo¡¡Plomo pa’ lante, plomo na’ má! ― Eso dijo Belén.