La maldad tiene hambre. Se lleva
a sus fauces millones de ojos esperanzados. No se sacia. Degüella cerdos,
cisnes, morrocoyas y turpiales. No se colman sus ansias. Nada le satisface.
La maldad tiene frío y echa a la
hoguera infantes y ancianos y ranchos de cartón y lata.
La maldad tiene sed. Enloda
parques frondosos, reseca lagos y cuencas. Acaba con pulmones, con cerros, con
corazones sonrientes.
La maldad tiene nombre, apellido,
identificación precisa.
La maldad es un monstruo hinchado
que supura rojas sanguijuelas, que gesta gusanos de sangre. Es un ente que
transforma almas, las hechiza, las condena asimismo, a permanecer arrastradas, deambulando
presas de odio, repletas de esa droga maléfica que la conforma.
Resentida es la maldad y sus
vástagos de estiércol. A ella le sirven la inmundicia, el egoísmo, la
perversión. Tiene secuaces, adláteres, confinados insectos que viven de la
putrefacción que mana de la maldad primera: la que gobierna las mentes, la que
empobrece la moral, la que aniquila la libertad.