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julio 28, 2010

N.V.S.

Su nombre proviene del hebreo. Aun cuando es una mezcla de dos nombres, en ella se conjugan maravillosamente ambos. Dios es mi luz, Dios compadecido.
Está en su cuarto. Está parada frente al espejo: 1,90 por 1,20; marco de cerezo, con unas delicadas vetas rosáceas; recostado en la pared izquierda. Se mira. Está desnuda. Quiere verse en cada detalle reflejado a esa hora de la mañana, con esa luz maravillosa que entra, casi tímida, entre las cortinas lilas. Los ventanales permiten, apenas, que solo un murmullo de brisas se acerque al quicio.
Observa sus pies. Va subiendo por sus tobillos. Se gira levemente. Se coloca de lado. Observa sus pantorrillas, muslos y nalgas. Desde esa perspectiva, le gusta lo que ve, disfruta mirar sus sinuosidades. Se pone de frente. Mira detalladamente su pecho. Un viento ligero mueve juguetón las persianas y unos rayos de luz se amoldan en su seno. Cada mama está en ese instante transformándose bajo el poder de la luz del sol, solapado entre rosado, lila y resplandor. Su piel sensible al aire responde también. Se sonríe. Se figura una flor. Una flor renaciendo. Se siente hermosa.
Se mira de frente. Su cabello, sus cejas. Cada ojo, su nariz, su boca. Suavemente dice, casi como un susurro: mi cuerpo es un regalo de Dios. Se sonríe con esplendidez. Se da media vuelta, se va al vestidor. Está feliz.