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agosto 03, 2010

Crunch

Sandra llegó a la reunión de la mano de Alberto. Muchas veces andaban sueltos, a sus aires, pero hoy entraron a esa casa de manos tomadas. Allí, en la terraza, al final de un camino de antigüedades, obras de arte y buen gusto, estaba el bullicio de gente amiga. La última vez que se reunieron fue en Boston. Hacía tres años que Alberto y su grupo se habían graduado del MIT y cada país, cada casa, representaba ir de nuevo a evocaciones gratas, sumadas a las nuevas experiencias que tenían todos que contar. A excepción de Sandra, la esposa de Alberto, pero eso no la apartaba de las conversaciones del cohesionado grupo, por el contrario, ella siempre se transformaba en el centro de atención de ese híbrido entre nerds, empresarios exitosos y rutilantes académicos. Ella era la bohemia misma. Era escritora, además de una genial actriz. Cada discurso de ella suponía una performance donde manos, voz, cabello, cuerpo entero jugaban al encantamiento. Subyugados, se entregaban a sus relatos divertidos y las carcajadas se expandían a lo largo de la estancia. Pero no era solamente risas lo que despertaba Sandra. Bajo su poder hipnótico estaba Samuel, el amable anfitrión esta vez, organizador de todos los encuentros. Él, cortés –siempre muy cortés- se esmeraba en hacerla sentir a gusto: otra copa de vino, un entremés apetecible, ¿te provoca algo especial? Ella respondía con un guiño siempre de espaldas a la gente. Había una cordialidad entre ambos que nacía de sus bajos vientres, es la verdad. Se deseaban. Samuel la quería con él. Ella le despertaba fantasías, dormidas alegrías de saberse a gusto con alguien. Su esposa Martha era una mujer brillante, sí, una académica de primera línea. En cambio Sandra representaba en la menudez de su cuerpo, en la inmensidad de su sex-appeal, todo lo instintivo que deseaba explorar, y a ella le gustaban los descubrimientos. De pronto los astros se conjugaron esa noche. Ella se levantó del sillón, preguntando a Samuel dónde estaba el tocador. Alguien –el demonio tal vez- pidió más hielo. Samuel respondió que iba a buscar, entonces solícito, le indicó el camino a Sandra. Toda la algarabía de la reunión parecía suspenderse tras los pasos parsimoniosos de ambos. Estaban entrando en papel. El destino dirigía la acción. El tocador ubicado en el pasillo contiguo a la cocina. Ambos fuera de foco. Ella abrió la puerta y Samuel entró cerrando tras de sí.

No había hielo en el dispensador, debí sacarlo del congelador casi a golpes; estaba muy pegado...
Las mujeres siempre demoran acicalándose, tú sabes cómo somos de divinas...