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diciembre 07, 2010

Elisa no usa sostén

―Sí, ahora le dio por andar rueda libre… yo no sé qué bicho le picó― la crítica venía de Marcela Ustáriz, dueña de la tienda de antigüedades de la 4ª avenida. 
Hablaba de Elisa, su nieta menor, una joven de 32 años, muy inteligente, que se desempeñaba como consultora senior de una prestigiosa corporación venezolana-alemana. 
―Desde que ella llegó de ese viaje ―continuaba la abuela Marcela― lo que ha hecho es estar de su cuenta: sale, entra; se va al cine hoy; que si mañana un evento, una salidera constante, chica― alegaba ante Rosario, su amiga de los tiempos del colegio de las hermanas Carmelitas. 
Ambas mujeres parloteaban en la tienda, ubicada en el espacio que había sido el viejo garaje, ahora convertido en una larga estancia con perenne olor a limpia-muebles. A un costado crecía la casa. La puerta del fondo daba a la cocina, el espacio favorito de Elisa, y el lugar que usaba para entrar a su refugio. Al final de la mañana, y lo mismo al atardecer, la tienda tenía una mezcla de olores muy rica. La cebolla rehogada con mucho ajo y ají; el melao quemado para los quesillos, toda esa mixtura odorífera que hacía levitar a Elisa, como en las comiquitas. 
―Pero es que cuando la vi pasar, con esa blusita casi transparente, ¡mija se le veía todito! No sé, me dio como pena ajena, mujer…¡ y es verdad!, ese viaje cambió a Elisita― insistía la octogenaria interlocutora de doña Marcela.
El fulano viaje de Elisa Vizcarrondo Ustáriz había sido un curso a Leverkusen para aprender más sobre la cartera de productos del subgrupo de la compañía que maneja medicina y farmacia. La experiencia había sido muy intensa, en palabras de Elisa, pues más allá de conocer sobre la empresa, su prestigioso laboratorio y sus magistrales productos, la visita se había extendido a un hospital de mujeres con cáncer de seno. Claro, eso todavía no se lo había contado a su abuela, además, apenas había llegado hacía un par de semanas.
En las charlas que tuvieron los asistentes, Elisa cuenta que algunas de las oradoras estaban muy bien vestidas, pero podía notarse –gracias al aire acondicionado del salón de conferencias- que no llevaban sostén. Luego supo que desde las operarias de la fábrica hasta los niveles directivos de la corporación, todas las mujeres tenían sus mamas libres de ataduras. Así, empezó a entender ese espacio femenino ambivalente: oculto cuando está enfermo, y a la vez tan visto, cuando parece hinchado de inmunidad. Por eso, por todo lo que vio y aprendió, simplemente por salud, ahora, Elisa no usa sostén.