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diciembre 05, 2010

Placer visual

―¡Qué lindo como baila!― expresaba extasiada Ángela viendo el movimiento de la falda de Virginia. Desde la silla, la tela en movimiento parecía alas de mariposa, ondeando por los aires grácilmente. Los giros, las vueltas, descubrían a ratos sus muslos blanquísimos.
―Es una mujer estupenda― soltó Mauricio casi como un susurro. Noté cierta cadencia en sus palabras y sonreí intuyendo el sensualismo de la frase. Miré a la derecha y Mariela, que también lo había escuchado, compartió conmigo una sonrisa espléndida. Todos coincidíamos en la sexualidad que emanaba la maestra de la pista. Era, en verdad, una clase de baile magistral. Sus pies dibujando números pares sobre el granito: ochos, dos, acompasando el ritmo Caribe que sonaba en las cornetas ubicadas estratégicamente a un lado del salón. Sus caderas a juego con sus hombros; sus manos diversas, se apretaban, aplaudían, señalaban a ningún lugar. Ella estaba como en trance, pero no alejada de este plano mortal, sino involucrada intensamente con la melodía, los acordes y las descargas de la percusión. Cantaba, además, llevaba el ritmo con palmas. Se agachaba a veces, daba saltitos, se meneaba. Bailaba con Leonardo, sola, en grupo, era un frenesí de quien siente la música y como un rapto orgásmico se deja llevar.
Verla era un gusto. De repente me percaté que todos estábamos sentados mirándola. Nueve sillas ocupadas por admiradores, absortos en lo que ella exudaba. Era como ver una escena del cine francés de culto: sonreídos y levemente erotizados. Un palco de gozo, así quedamos.