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mayo 07, 2011

Aquella

Se decide. Mahler, Sinfonía Nº 9.
Al fondo de las notas graves, el sonido de las gotas en el techo no para. Martha ajusta el volumen del equipo de sonido y camina hacia el balcón. Ahora la música se apodera de la casa. No ha sido fácil la semana.
Sobre el sofá, a medio camino del suelo, yace el periódico del día con el anuncio de más lluvias.
Martha está de brazos cruzados. Allí, junto al limonero, el malojillo, las gardenias y el resto de su espacio cundido de verde, observa la calle: una sucesión de espejos que se deshacen bajo las ruedas que van y vienen. Chasquidos y pequeñas olas que se reagrupan como en un corro infantil. No hay siquiera una brisa, solamente la cortina de agua que insiste hora tras hora, pero igual ella está con los brazos llamando a cobijo, reflejo pilomotor simple. Quizá.
Aquella mujer está parada en el balcón del frente haciendo que mira la calle. Parece peinar su cabello, hebras de carbón, largas hasta los hombros. Martha la ignora, siente el tiempo en sus esponjosos rizos, y la perturbación terminando en su nuca. Ha decidido firmemente no mirar hacia allá, no pensar sobre eso, además, no es un buen día para recordarlo.
Hace dos días, alrededor de la una de la tarde, Martha estaba sentada en una de las sillas del balcón, completamente absorta, leyendo. En un momento dado decidió estirarse. Se incorporó en el respaldar, alzó sus manos al techo, estiró su cuello hacia atrás y al bajar la mirada, vio como si se proyectara su reflejo en un vidrio, pero en tres dimensiones. Sintió que la mujer del balcón del frente había hecho exactamente lo mismo. Era como ella pero con un cabello distinto y una mirada que la aterró. Eso fue de verdad lo que experimentó desde sus vísceras: una angustia sin explicación. Martha no pudo dejar de mirarla, o mirarse, mirarla. Esa mujer de ojos oscuros, levemente rasgados hacia abajo, tanto como los suyos; de cejas en arco, igual a su par castaño; su nariz larga, de narinas irregulares, como las suyas, tenía un rictus en la boca que movía modulando algo tan lentamente como si quisiera hacer llegar su mensaje. Su mano izquierda levantada con los dedos abiertos y el anular sobre el meñique en una seña que le resultó a Martha, macabra, junto a aquella mirada de fuerza hipnótica. Era como si una quebrantahuesos alzara vuelo entre los edificios de balcones enfrentados y se llevara algo de ella. Recuerda su boca como lija, su garganta en pleno desierto, su corazón casi en tropel. Su ánima, su cuerpo todo en alarma. No pudo explicarlo, ni siquiera intentó mencionárselo a Ricardo, incluso después de haberse despertado de la pesadilla esa misma noche. Solamente sabía que aquella gemela la esperaba.
Entonces hoy, en un impulso, seleccionó esa pieza. El ritmo iba in crescendo. Apoyada en la baranda, Martha inspiró y con una decisión, más allá de su miedo, decidió levantar la vista y encontrarse con ese par, opaco y fijo del otro lado. Temió su aplomo, pero ignorarla no tenía sentido, si acaso algo lo tenía.
Los violines vibraban en largos acordes, los metales explotaban sus notas y de pronto, con un viento repentino que despeinó a Martha, el arrebato de los membráfonos le reveló, en ese instante, aquel sueño nefasto.
Ricardo la conseguiría allí mismo, desgonzada en su silla habitual del balcón, como adormecida. Le comentaría después lo curioso de la situación. Ella allí, su mano derecha rígida con el dedo anular sobre el meñique y aquella vecina nueva que había venido de visita y salía del apartamento cuando él entraba. Está muy cansada, alcanzó a decirle.