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junio 21, 2012

Releyendo a Siddharta

Por años habló fuerte, habló mucho. Le gustaba conversar largamente y hacer preguntas, unas tras otras, casi sin poder diferenciar eso de un interrogatorio... Durante mucho tiempo creyó que la voluntad de hacerse sentir era más fuerte que su sola presencia. Se le pasó la vida, casi, dudando, pensando hasta el paroxismo en una cosa, jugando a los acertijos. Gente, gente, mucha gente alrededor, en su agenda, en su teléfono. Años atrás amaba el mar, hundirse en él y con los ojos abiertos escuchar cómo no se oía el ruido exterior mientras mantenía la respiración largamente. Le gustaba subirse a los columpios y darse vuelo y subir, elevarse mucho, tocar las puntas de los árboles con sus pies. Era extraño pero le temía a la noche, andaba temerosa de las sombras, aunque le subyugaba el ritmo de los noctámbulos en su inversión de tiempos y ritmos. Hoy es distinto. Hoy ella ha cambiado. Disfruta su soledad, pero además disfruta otras compañías, otros pareceres diametralmente opuestos y se ha abierto a nuevas convicciones. Hoy ha aprendido que los silencios son su arma más fuerte, que no decir puede estar más cargado de significados que un insulto o una recriminación. Las palabras han variado también. Los negativos, los contrastes; lo peyorativo ha variado a una suerte de mantra silente de escucha y deja decir. Ya, realmente, poco le importa si alguien piensa que ella es de una u otra manera. Lo bueno de hacerse madura es que nos acercamos a la sabiduría, dice en tono burlón. Ella, la verdad, sonríe más ahora, se desinhibe con mayores ganas y está con la brújula apuntando siempre al norte de la felicidad. ¿Qué le ocurrió? ¿Qué extraña mosca del sueño utópico le susurró en la oreja? Pues no sé, solamente ha cambiado, aunque la sigo viendo al espejo igual que siempre.