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junio 03, 2012

Con la luna en la espalda

De mi nuca, gracias al cabello alto, sometido a una agarradera firme, pueden verse dos tirabuzones, equidistantes en su giro, que están allí para jugar. Están dispuestos cuando la pereza se aposenta en mi cuerpo o cuando le doy vuelta a una idea viendo la inhóspita blanca. Secos parecen resortes, pero cuando los humedece el sudor resurgen tras cada gemido evaporado y se activa su lúdica misión, estar nada más visibles cuando los tocas, los estiras con mi cabeza de vuelta. Mi red encrespada se dispersa entre tus piernas y se mimetiza. Entonces parece una confusión, pero no te pierdes, están allí esos largos rulos para mullir tus ganas. Aquel día comenzaste al atardecer. Desde el balcón alumbrado por el amarillento redondel te acercaste a buscarlos mientras yo escuchaba las confesiones de la luna. No recuerdo si me hablaste tú porque tu aliento lo sentí en mi cuello. No sé si había dejado la copa sobre la mesa, si acaso ya había sorbido los dos dedos del tinto que quedaba, pero un hormigueo, una sucesión de pequeñas descargas salieron de tus manos en mi cadera y subieron hasta mi espalda y de pronto los crespos parecieron dar un leve salto. Cerré los ojos para escuchar a mi cuerpo que de espalda comenzaba a conversar con el tuyo. Firme tu deseo, fluidas mis ganas, nada más el brillo lunar alumbraba esa danza apenas perceptible. Fue entonces otro el escenario. Se vinieron los encuentros enrulados, abrazados, sometidos a otra atmósfera. Ahora te recuerdo tocando uno de mis rizos enrrollándolo entre mi índice, mientras, tú, sigues dando vueltas en mí.