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julio 13, 2013

Sor María o N.V.S.


Ya le tomaron sus datos personales en una planilla y el médico la examinó cuidadosamente. Vuelve al pequeño cuarto, debe vestirse y salir de nuevo para escuchar las observaciones del doctor.
Su nombre proviene del hebreo. Aun cuando es una mezcla de dos nombres, en ella se conjugan maravillosamente ambos. Dios es mi luz, Dios compadecido.
Está parada frente al espejo: 1,90 por 1,20; marco de cerezo, con unas delicadas vetas rosáceas; recostado en la pared izquierda. Se mira. Está desnuda. Quiere verse en cada detalle reflejado a esa hora de la mañana, con esa luz maravillosa que entra, casi tímida, entre las persianas semiabiertas. Los ventanales permiten, apenas, que solo un murmullo de brisas se acerque al quicio.
Observa sus pies. Va subiendo por sus tobillos. Se gira levemente. Se coloca de lado. Observa sus pantorrillas, muslos y nalgas. Desde esa perspectiva, le gusta lo que ve, disfruta mirar sus sinuosidades. Se pone de frente. Mira detalladamente su pecho. Un viento ligero mueve juguetón las persianas y unos rayos de luz se amoldan en su seno. Cada mama está en ese instante transformándose bajo el poder de la luz del sol y de la brisa inesperada. Sus pezones se erectan. Su piel sensible al aire responde también en miles de poros florecidos. Se sonríe. Se figura una flor. Una flor renaciendo. Se siente hermosa.
Se mira de frente. Su cabello, sus cejas. Cada ojo, su nariz, su boca. Suavemente dice, casi como un susurro: mi cuerpo es un regalo de Dios. Se sonríe con esplendidez.
Se da media vuelta, va a la camilla, toma su hábito, su velo. Está feliz Sor María.