Le decían que Solimán, el Magnífico, tenía a los
mejores arqueros del mundo conocido. Le contaban que sus arcos eran curvados
siguiendo las formas del cuerpo de las doncellas del sultán, por eso firmeza y
pasión debían signar sus lanzamientos, y en definitiva, él debía seguir su
linaje de magistrales asaeteadores. Sus hermanos mayores, expertos y seguros,
lo invitan a sus prácticas. Él llega tarde, no sabe tomar siquiera el arco: lo
tensa sin cuidado y más de una vez se ha golpeado la nariz y se ha roto el
labio. El problema es que ya ha discutido muchas veces con su padre que él no quiere
ser confundido con un asesino desalmado, que su misión no es aniquilar seres
vivos, que su arco y sus flechas se los obsequió Al-'Azīz como símbolo de su capacidad para alcanzar la paciencia. Él
tiene otras ideas. Su padre se enoja, se ofende con su vástago, le llama
exagerado porque lejos está de permitir que se distorsione su buen ejemplo. Le
dice que es noble el arco, que proviene del cuerno de un animal valiente, que
el arquero es un defensor protegido por su dios y otras historias intentando
hacerlo entrar en razón, pero el joven ni siquiera le oye, está enfrascado en
darle vueltas a unos dados.
El padre lo ha retado, debe tomar una decisión o de
lo contrario le impondrá un castigo. Sin embargo, el joven solo sabe jugar con
las flechas, -cuando no se ha cortado con alguna-. Su espíritu le susurra otras
cosas más cercanas al disfrute de la vida. Su sueño preciado es recorrer toda
la arena del desierto solo golpeteando su tambor, su brillante derbuke, descansar en un oasis y en cada
tienda amiga tocar y fumar con su narguile,
plácidamente. Ese es su plan para escaparse esta noche.