Una sacerdotisa sacaba agua de un afluente con un
pequeño balde. Allí, mientras contemplaba el reflejo de su abultado vientre en
las aguas aquietadas de la orilla, vio un hermoso trébol, un shamrock brillante, tímidamente oculto
en el borde del césped. Se agachó con cuidado para tomarlo y sintió al instante
dos fuertes sobresaltos. De cuclillas, se llevó cada mano a un lado de su
abdomen y cual si fuera una bola de cristal mágica, sintió dos golpeteos y dos
voces como susurrantes. Cerró los ojos y se dejó imbuir de esa atmósfera. Afuera,
el leve sonido del cauce del río, unas avecillas diciéndose frases de amor a lo
lejos y adentro de sí, en esa esfera enorme llena de vida, una vocecita tal
delgada como una flauta dulce y otra, sonando más queda aún, como un tarareo de
pandero. Ella, experta en sortilegios, solo era en ese momento un cuenco donde
se amalgamaban adagios y designios. Y escuchó, a su vez, en ese trance
inesperado la voz de su madre, su maestra espiritual: “una vida se elevará como
burbujas del centeno fermentado, la otra buscará a Neptuno, su padre y la
tormenta podrá avecinarse, si no sabe escoger la marea correcta”. Luego se hizo
el silencio. Abrió los ojos la sacerdotisa y se supo acostada sobre el pasto,
con el río cantando en su fluir y entre sus dedos, el trébol verde brillante.