Al despuntar el alba, cantó su madrigal, hizo su
caminata hacia la capilla cuidando de no manchar el borde de su vestido, y fue
a sus habitaciones a finalizar las caligrafías excelsas que le habían
encargado. Los bordados de la capa de su padre, el regidor, ya los terminó. Él
dice que ella es perfecta. Las mujeres de la villa dicen que sus encajes son
primorosos. Ella está consagrada a sus labores. Todo debe ser maravilloso y
todos alaban sus magistrales tareas.
Le gustan los trabajos bien hechos, adora la
pulcritud, ella en sí es impoluta, y aunque no lo sepa su madre, toma baños
nocturnos en el estanque del patio interior que la dejan satisfecha. Su criada
le advierte que puede contagiarse de una enfermedad de tanto bañarse. Ella le
molesta la intromisión y solo responde que eso le hace sentirse bien. Medita
después del baño, lee infaltable cada noche un cuento de los de Canterbury con sus manos enguantadas y
revisa, con parsimonia, la cajita de madera labrada donde guarda sus llaves.
Cada una para un cofre determinado: sus hilos, agujas y pañuelos; sus pinceles
y lienzos; su colección de mariposas; intensas esquelas y pequeños obsequios. Entre
todas las llavecitas siempre hay una faltante, la que abre una puertecilla angosta,
oculta tras el frondoso follaje y que da hacia el patio interior.