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marzo 28, 2010

Blanca Mikonos

“Encuentran cadáver intacto de una mujer en el Mediterráneo”. Así reza un titular de matutino amarillo. Para muchos una muerte más en una ciudad repleta de fantasmas, pero para mí esa noticia ha causado una extraña sensación.
Busqué en el diario más detalles del suceso. Leí cada línea como quien desea descubrir un misterio. ¿Qué sucede, ni siquiera era alguien conocido? ¿O sí lo era?
Cerré el diario. Me dispuse a tomar mi fiel taza de té de las mañanas. Escuché el día despertando de su letargo de fin de semana. Otro día más, ¿o menos?
Llegué a la redacción dispuesta a ejercer el sagrado deber de comunicarme con ciegos de imágenes y sordos de estímulos. El político que debía entrevistar me esperaba en su modesto salón de 170 metros cuadrados.
A veces no soporto tanto empeño de perfección. Sé que las madres están en esta vida para que podamos existir, pero por qué la mía tuvo que empeñarse en que fuera periodista, y yo por designio divino, debo hacerlo tan bien.
-¿Se dice que usted ha financiado una campaña para desprestigiar al comandante en jefe de la nación, pagando con dólares las más bajas ideas, dignas de un Sade en su mejor momento?
-Eso es un irrespeto, y además un exabrupto. La patria conoce mi dilatada trayectoria... y usted señorita, está siendo muy osada con esa pregunta.
Ya lo he dicho ¡qué perfección!
“Dilatada trayectoria”, ¡qué divertido! ¡Cuántos lugares comunes, qué poco ingenio! En fin, c’est la vie y entre políticos te veas. Revisé mi agenda y el día cambió repentinamente favorecido por su nombre. ¡Dios existe!, exclamé divertida mientras le regalaba una sonrisa, sin querer, al sujeto que iba en el carro de al lado.
El almuerzo se desarrolló con el ciclo sempiterno de reproches inconclusos, besos furtivos y discusiones eruditas capaces de arrullar la libido más gozosa. Pero no era así, mientras él más me hablaba de la levedad del ser y la inexistencia de Dios, más le deseaba, aparte y en soledad. Cada idea, cada concepto representaba un choque entre trenes: él, ecuánime capitalista, intelectual de aquietados cabellos y yo, irreverente socialista de alborotado espíritu creativo. Pero ahí íbamos, otra vez, lo nuestro siempre puro instinto, pura piel.
Al cabo de dos horas, la montaña rusa regresaba a su rutinario carril bajo nuevas promesas y sentidos ardores. El deber llama.

Al regresar al periódico, junto a mi escritorio encontré una nota, letra nerviosa, papel azul: “Debes buscarme, estoy en algún terceto dantiano, recóbrame...” Inusitadamente un escalofrío me recorrió la espalda.
Pregunté si sabían quién me había dejado esa nota. Nadie se percató. No hubo visitas a la redacción. Nadie vio nada.
Cual forense dispuse sobre la mesa de disección cada palabra. ¿Dónde se fue mi ingenio? ¿Por qué esta sensación de intimidad? Un compañero se acercó preguntándome si tenía idea de quién podía ser el autor de ese anónimo.
-No, no tengo idea. Me parece que es una broma adelantada del Día de los Inocentes, dije por decir algo estúpido, para salirle al paso a mi desconcierto.
-Pero creo que debes buscar al sujeto, no te vas a quedar con la duda, ¿verdad?, comentó mi macilento compañero de trasnoches.
Sumida en mis cavilaciones llegué a mi refugio. Miré el reloj encima de la cómoda y recordé aquel cuadro de Dalí con los relojes derretidos. ¡Cómo han pasado deprisa las horas: las dos de la mañana!
Fui a la cocina a prepararme una infusión de cayena para tratar de descansar mis inquietudes. Mientras la tetera silbaba, revisé los mensajes en la grabadora. ¡Qué rico escuchar su voz a estas horas! Definitivamente este hombre es calma en mares revueltos.
- Hola... te hago la pregunta estúpida de rigor o mejor me mientes diciéndome que estabas despierto esperando mi llamada, le digo desde mi postura de niña juguetona.
- Hola, te estaba soñando... respondió, tras un bostezo sonoro, con su voz cálida como siempre.
-Sabes Amor, hoy recibí una nota muy extraña, le dije antes de leérsela.
-Una nota culturosa, ¿no?, me comentó luego, agregando, -capaz que esté en una “trona” infernal.
-¿Infernal, por qué?, advertí con un dejo de candidez asomándose por mi voz.
-Cariño..., agregó dulcemente, -La Divina Comedia, tú sabes el Dante, el purgatorio, el cielo, ¿qué sé yo? Si nombró a Dante, yo pienso en esa obra, dijo con su tono de experto-aburrido profesor de arte, mientras yo me sentía como ingenua-alumna en un examen oral sobre los Flamencos.
-Pero, no tiene sentido. Buscarlo dónde. Recobrarlo de qué, argumenté con apocada voluntad.
-¿Por qué crees que es un hombre? ¿Conoces a algún psicópata del cual no me has hablado?, me respondió soltando su risita típica de burla, ante lo cual mi dramático tono quedó inerte.
-Oye es verdad, pero una mujer me resulta impensable.
-Sin embargo tú despiertas deseos perversos, yo por ejemplo podría ir hasta allá a demostrarte algunos..., dijo bajando suavemente la voz, como si la frase fuera de plastilina y la alargara hasta dejarla muy delgadita.
-¡Ricardo estoy hablando en serio!
-Yo también, ¿quieres...?
-No, es muy tarde, dije resuelta al tiempo que una sonrisa se ocultaba tras el auricular. –Pero mañana me puedes buscar en el periódico y ya veremos cuán perverso dices ser.
-¡Tú te lo pierdes!... Por cierto Ángela, no te había preguntado, ¿por qué me llamaste tan tarde, dónde estabas?

9:30 am. Miré la hora mientras estaba reunida con el jefe de redacción. Me informaba que “el dilatado” se había quejado de mi estilo groseramente incisivo, comentándole que debía revisar la entrevista antes de ser publicada porque iba a dar mucho de qué hablar “esa pichón de la Fallaci”, según la opinión de mi jefe. Tonto útil pensé, dirigiéndome a paso rápido hacia el banco porque debía hacer una transacción olvidada antes de ir a una reunión en el congreso a las once de la mañana.
Al llegar frente a la entidad bancaria, con la coquetería infaltable, vi el reflejo de mi cara en la puerta de vidrio. No me veo tan mal pensé, al instante que bajaba la mirada para chequear mi atuendo, entonces por unos segundos, al ver mi reflejo de nuevo, una imagen se posó sobre la mía, como si una máscara a tamaño completo cubriera, transparente, mi figura. Era una mirada fija que provenía de mí, pero sin ser yo. Una especie de careta ocultando mi faz, superponiéndose entre mis rasgos. Una brisa extraña, de ninguna parte, pareció congelar este espejismo de nanosegundo. Y yo como presa de mí en esa otredad, me vi, viéndome a través de otros ojos, distintos a los míos.
Con rapidez empujé la puerta, buscando sin saber qué. ¡Qué tal, alucinando!, me dije a mí misma, descomponiéndome como un juego de naipes. ¿Qué está pasando?
Llegué a la taquilla como si Silfo hubiera inflado su poder sobre mí. El susidio me inundaba toda, hasta que el cajero, por segunda vez, me repetía que había llenado mal el voucher. Respiré tontamente y me hice a un lado entre tanto escribía de nuevo el depósito.
Nombre del depositante: Ángela Sturialle R. Mi nombre, pensé. Sí, ese es mi nombre.
Vientos salados
Blanca Mikonos de arenas calientes
No me recuerdas
Pegada a tu cuerpo sigo
No me resigno estoy viva
Permanezco aquí entre ahora y después
Mírate dentro es igual al ayer

-Señorita disculpe, ¿ya corrigió el error?, me dijo el cajero con cara de fastidio. – Sssi, claro, tome, ya está, respondí tartamudeando, apenada.
Salí rápidamente de la agencia con el deseo irrefrenable de llamar a Ricardo. Encendí el móvil y le di a la tecla de marcado rápido. Nada, ocupado, justo en el momento cuando las preguntas agobiaban mi conciencia. Insistí de nuevo, pero continuaba el mismo tono exasperante del bip, bip, bip.
Era necesario que hablara con él. Miré las manecillas de la catedral y pensé que aún tenía tiempo para verlo.
-El doctor Zambrano no ha venido a la oficina hoy, me respondió la secretaria del consultorio al preguntarle.
-¿Llamó acaso, dejó dicho algo?, insistí ansiosa.
-No, no ha llamado en toda la mañana, me dijo tranquilamente, al momento que me sentía abandonada en este desierto repleto de dudas quemantes.
De nuevo en ruta al congreso, encendí la radio para escuchar algo de música que aliviara mi intranquilidad. Las palabras de la secretaria caían en el vertedero de mi inconsciencia. En ese momento, me sentía como si me estuviese perdiendo en la multiplicidad de aquellos ruidos: la calle anárquica con sus bocinas altisonantes, la melodía aburrida y monótona, los vendedores ambulantes con gritos destemplados, mis voces interiores...
Llegué a tiempo al estacionamiento y al menos pude colocarme algo de labial para intentar sobreponerme al desgano. El senador me estaría esperando con mucha prisa, pues sus labores próximas serían almorzar junto a dos hijos dilectos de Escocia, con agua y acompañados de un buen trozo de carne. Más de lo mismo.
Al llegar a mi apartamento, me descolgué del perchero de la profesionalidad. Fue un día terrible, me dije, sacándome los zapatos desde el talón uno primero, otro después. Sin poder encontrar a Ricardo, no me quedaba si no concentrarme en la trascripción de la entrevista. Me fui a la computadora y entonces el piloto automático empezó su labor: El Senador Julián Martínez, informó, en entrevista realizada... Periodista al ataque, cuartilla y media de conciso artículo. En ese instante rutinario, sonó el teléfono y salté inesperadamente por el ruido.
-¡Por fin! ¿Dónde estabas, te estuve buscando toda la mañana?, inquirí atropelladamente. Explicación cualquiera. No lo escuchaba, solamente quería hablarle, sin parar, sin control. Contarle cómo me sentía, explicarle todos los pensamientos extraños que había tenido. Las visiones subyugantes, las sensaciones indescriptibles.
Él me escuchaba apaciblemente, como si fuese una paciente más, listo para hacer su diagnóstico.
-Creo Ángela, me dijo en tono serio, que estás algo perturbada por unos acontecimientos sin mucha importancia. En ocasiones la mente nos juega juegos sin sentido. Es como si nos hiciera trampa. Pero todo tiene una explicación. Lo importante no es alterarse por cosas insulsas. Tú eres una mujer muy inteligente, muy capaz, muy centrada, por eso piensa que una nota anónima no puede ponerte así, me dijo con su voz pausada y profesional.
-Lo importante amor, continuó dulcemente, es que decantes tus emociones y si lo deseas haremos una sesión formal y seria. -Creo, insistió -en que no debes llenarte de tantas preguntas, porque no hay respuestas ligeras, concluyó mientras creía poder verlo, con su suéter, mi preferido, de tonos tierra, y sus largos dedos jugueteando entre los papeles de su escritorio.
-Pero no es por el fulano anónimo. Son otras cosas muy raras Ricardo, le dije sintiendo que debía convencerlo de que había algo más allá.
-Entiendo, de verdad, te entiendo. Pero no le des más vueltas hasta que hablemos, ¿te parece?, me preguntó como si se tratara de un malestar estomacal: caminas un poco, vas al baño y se quita la molestia. Voilà!


Lamentablemente sentí que era una de esas noches donde la soledad me acompañaría. Ricardo estaba muy ocupado revisando unos casos históricos como él los llamaba. Esas historias personales que se archivan para ser estudiados por otros curiosos de la psique humana. Así que solamente me quedaba aquietarme mirando el paisaje verde del cerro al norte de mi desazón.
Me dirigí al balcón y gocé de la luz triste del sol posándose sobre el costado de una loma, como acariciándola tímidamente. Sentí que mis ojos se inundaban de paz y ésta se iba metiendo en mi pecho con dulzura. Traté de acallar mi interior. ¿Qué enigma tendré que descifrar y qué teoría he de aplicar para entender esto que percibo como extraño y confuso, pero a la vez, íntimo y cercano?
Miré alrededor buscando respuestas entre el verde del follaje. Las tonalidades de la tierra variaban de un tramo a otro. Porciones secas del monte se mezclaban con verduscos espacios. Recordé, instantáneamente, que bajo ese manto de quietud habían acontecido hechos terribles.
¡Qué increíble! Yo intentando relajarme y mi memoria molestándome con los recuerdos propios del oficio. Entre esos atajos de múltiples avecillas, hojarasca seca y árboles floridos, se resguardaban vándalos, malvivientes.
Existen senderos que se bifurcan llevando a caminos distintos; uno que conduce al descubrimiento interior, al disfrute del entorno. Otro que busca toparse con el desprevenido, con la ingenuidad. Y es allí donde las cosas le suceden a la gente, en el momento preciso cuando el hado está arreglando el mantel donde caerán las cartas, con el nombre de su pila bautismal y de sus ascendientes directos. Y se conjugarán el destino del agredido y del agresor, mientras alguien juega el juego de la vida de los otros. Titiritero funesto.
Todos creemos que somos dueños de nosotros mismos, pero la verdad se conoce en la tirantez de las cuerdas. Estar cerca del peligro, alerta al riesgo, con breves instantes de felicidad. Entonces “vivir es sufrir” como Gautama lo supo. Así, existir supone confrontar cosas, descubrir verdades ocultas a los propios ojos, enfrentarse consigo mismo como en una batalla de fin de era. A veces el parte de esa guerra dice que no se cuenta con refuerzos y que el enemigo se acerca por un flanco desguarnecido.
Unas veces somos maligno y benigno hijo de la vida. Nos encargamos de dañarnos y beneficiarnos a sí mismos. Verdugo y víctima. ¿Quién soy yo. Cada cual toma el papel que le corresponde en el turno del juego. Esta vez quizá sea bueno, en la otra oportunidad, no lo sé. Espero no toparme con esa otra visión de mí.
De sopetón me di cuenta que la noche tramontaba mi espalda. Necesitaba descansar en horizontal. Había sido suficiente verde, suficiente desvarío. Me tiré en mi cama y observé la oscuridad del cuarto mansamente cubierto por la ausencia de luz. Me abandoné, me dejé llevar por Morfeo hasta esos terrenos lúgubres de mi Ello...
-Esa bahía podrá ser tu fin, Melíope. No te asomes. El acantilado se oculta tras la neblina. No tientes a Átropo.
-¿Por qué me llamas así? ¿Yo no soy Melíope? Me llamo Ángela.... ¿qué extraño?, no recuerdo mi apellido. ¿Cómo puede ser? Sé quién soy. Yo nací allá en... ¿dónde? Tampoco lo recuerdo. ¿Qué me está pasando?
-Deja de luchar Melíope. No puedes revertir lo que ya Láquesis hiló bellamente.
-Te dije que ese no es mi nombre. Yo me llamo... ¡Dios lo he olvidado!

De repente una bruma inundó el espacio entre aquella mujer y yo. Nada podía ver. Solamente una irreal gasa grisácea se interponía entre las dos, cual leve cortina de aire. Desconcertada extendí mi mano izquierda a través de eso, extraño y nebuloso, sin poder ver siquiera mis propios dedos. Luego fueron mis dos brazos que intentaba mover entre nada. Ciega caminante, horror vacui.
Sentía que estaba penetrando un espacio oculto. Sin embargo algo me decía que esperaban mi ingreso. Suavemente vi cómo se iba diluyendo esa pared de gases. Tanteando con ambas manos vi desvanecerse un pequeño espacio entre mis muñecas. Pero, ¡oh sorpresa aciaga!, no eran aquellos mis dedos, ni mis palmas eran esas. Fue creciendo más la oquedad y no eran ya mis piernas, ni mis pies, ni nada mío. Ni siquiera esos ropajes que cubrían esta figura, que no era la de mi cuerpo. Ipso facto eché a correr hacia adelante sin ver adónde iba, escapando de esa mujer, huyendo de mí. Cuando de pronto, no vi el angra y caí al vacío.

Ding, ding... ¿Qué pasó, qué? Sobresaltada me incorporé en la cama y oí de nuevo el timbre de la puerta. Me levanté anonadada, tomé la bata del piso, corrí hacia la puerta de puntillas ante el frío granito y miré a través del visor. Era Ricardo.