-

-

abril 28, 2010

Leche derramada

Suave. Dulce. Intenso. Desde la terraza inundaba toda la estancia. Arropada en la memoria sensorial de ella sintió que ese olor venía con su infancia dando saltitos en el avión trazado en tiza frente a su casa de la octava transversal.
-¡Amalia entra a tomarte la leche! ¡Amaliaaaaa! ¡A-ma-liaaaaa! Siempre fue igual: tres veces la llamaba a gritos destemplados, con la sonoridad de las madres desesperadas por menos que nada. Su nombre que llegaba hasta la avenida Roche iba flotando como la fragancia de la leche derramada por Dominga. Fuera porque debía bañarse, hacer sus deberes o tomarse la fulana leche, la madre debía gritar su nombre junto a la acción inacabada, por lo cual todos los vecinos sabían con precisión inglesa lo que la pequeña Martínez Mosquera debía hacer cada tarde.
-¡Ay qué chocancia mamá esa llamadera! Decía rezongando una vez traspasaba el portón. Menuda como mata de tomate, con los cabellos en ebullición y las mejillas de cayenas corría hasta entrar a la cocina, inhalando gozosa el fragante dulzor esparcido en la hornilla.
-Niña ¿va a querer galletas o queso frito? Preguntaba suavemente la consentidora Dominga tomándole las hebras cobrizas y haciéndole una cola improvisada. Había sido su nana y ahora la experta cocinera de sus antojos culinarios. Amalia la tomaba de la gruesa cintura y la apretaba para sentir lo acolchado de sus carnes. ¡Ay negra sí, leche y queso frito, bien frito, marrón, tablita pues, tú sabes! De contextura robusta ajustada a un metro ochenta de estatura, las redondeces de su cuidadora siempre le habían parecido como almohadones a la niña. “La negra” como ella le decía tenía una presencia formidable y un temperamento vivaz; color de cacao tostado, el cabello siempre sometido a un pañuelo de flores azules, verdes y amarillas que ataba en su fontanela luego de doblarlo y torcerlo en curiosa forma; su cuello, madero firme, daba inicio a un pecho enorme de paloma buchona. Ojos achinados y guarapos, nariz de tacón cubano de los cincuentas y una boca espléndida, de labios rosados. ¡Ay la negra! Suspiró Amalia, parecía que la tenía enfrente. Siempre la recordaba a partir de una evocación sensorial: un sabor a pastel de papas, un tarareo de viejo bolero, melodía imprecisa, un olor…Dominga Blanco estaba conectada con su etapa de juegos y felicidad, era un viaje edénico que le regalaba su memoria, hoy atropellada entre tantos malos recuerdos.
En su silla Amalia se movió apenas buscando captar mejor la esencia de ese olor. Giró las ruedas suavemente hacia la derecha buscando inspirar lo mayor posible ese instante. Con sus manos sobre sus inertes piernas cerró los ojos para apreciar rítmicamente en cada narina la fragancia a leche derramada que se deslizaba juguetona. Alzó la cara, miró el Ávila que desde la terraza era una masa verde capaz de tocarla con los dedos. Una brisa templada le acarició su cara. Sonrió feliz.