-

-

abril 14, 2010

Marcelino

Marcelino era un hombre sabio. De esos de amplios conocimientos prácticos y pocos académicos. Conocía de yerbas medicinales. De épocas para la buena siembra y los buenos frutos. De oraciones y conjuros. De eso sabía mucho. Rezaba en latín y era un faculto. Su mujer ignoraba que aquel hombre que compartía su vida tenía un pacto con fuerzas desconocidas.
Una vez, caminando vía Las Martínez pasando el Puente Machado, tropezó repentinamente con un bulto, lo hizo a un lado y siguió adelante. La luz del día comenzaba a disiparse y la brisa tibia refrescaba el ambiente. Como a veinte pasos, el mismo bulto se le apareció de nuevo en medio del camino, volviéndolo a esquivar. ¡Ah carajo!, dijo entre dientes mientras seguía entre el sendero solitario. Tres minutos más tarde se detuvo frente al pequeño y amorfo saco que como desafiante oponente le impedía el paso de nuevo. Buena vaina... pensó. De inmediato apeló a La Magnífica: “Mea alma magnifica Dominus et meum spiritum...” una vieja oración para alejar cualquier posibilidad de un encuentro con el enemigo. Concentrado en las palabras que se asentaban en el camino seco, vio desaparecer el bulto misterioso. La fe le acompañaba en todo momento, junto al “Pater Noster” y la Oración a la Culebra. Lo sagrado y lo supersticioso se mezclaban para lograr los fines que perseguía. Siempre encomendaba cada acción que empezaba a sus espíritus protectores. Nunca tuvo malas épocas ni mala suerte. Con tranquilidad vivía, y así, siempre procuraba vivir.
Marcelino siempre acostumbraba en las noches de luna nueva agarrar su burra preferida, a la que llamaba “La Reina del Carnaval” y adentrarse en el Túnel Vegetal, vía Mamporal. Tomaba el camino de San Vicente para llegar a un pequeño riachuelo que cruzaba las tierras de Jacinto Lara. Ya cerca del río, se bajaba y dejaba amarrada la burra a un árbol de naranjas. Caminaba con su macuto terciado al costado. Llevaba en él todo lo necesario para cuidarse. Toronjil en ramas, una penca de zábila; tabaco para espantar culebras; velas y fósforos, dos frascos, uno con agua bendita y el otro con cuerno de ciervo; una estopa delgada, un crucifijo de plata envuelto en un paño azul, una daga con mango de marfil; la piel seca y estirada de un sapo muerto, de color parduzco con vetas negras, y una pequeña vasija muy reluciente. Con esto y su memoria le bastaba.
Como siguiendo un trance se acercaba al agua cuidando de no mojarse los pies y recitaba estas palabras: ¡Quien no me busca, no me encuentra. Aquel que me piense mal, mal acabará. Con el poder de Santa Eulalia yo venzo. Con la espada de San Miguel yo reino. Con el Espíritu Santo, yo me acuesto!La noche se quedaba quieta. La luna seguía aquel ritmo. El río atendía esa voz. La brisa detenía su paso y cambiaba el rumbo. Ni las ranas cantaban. Solamente los osados grillos comentaban entre ellos lo que estaban presenciando. Y Marcelino continuaba con sus invocaciones. Su voz era clara, poderosa. Cada palabra salía con vida y era todo silencio cuando no hablaba él. La atmósfera se cargaba de energía y sólo después de acabar, las nubes cubrían el destello lunar, el agua seguía su curso, las hojas se despertaban de su letargo, moviéndose en sus nerviosas ramas, las culebras salían a buscar presas, el búho continuaba en alerta como testigo fiel del pasado evento.
Tomaba de nuevo su burra y emprendía camino a su casa junto a sus protectores. Atrás se habían quedado otras ánimas hasta terminar la misión. Paso a paso andaba “La Reina del Carnaval”. No había prisa. Sobre su lomo un silencioso amo miraba al frente. El polvo que levantaba las patas del animal se asentaba sobre los cascos. El machete envainado del amo le golpeaba suavemente la pata derecha. Cuando llegaban, solita se iba a su palo en el alero. Allí, Marcelino la amarraba y le daba una ramita dulce, que mordisqueaba como dándole las buenas noches.
Ya en el zaguán, dejaba el macuto en un taburete viejo y se asomaba a ver a sus pequeños. Dormían en un cuarto enorme, en dos camas de lona prensada, arropados con unas colchas que había traído el tendero Suárez de Higuerote.
Su mujer estaba en la otra habitación durmiendo tranquilamente. Cerca de la pared en una mesita muy baja, de madera oscura curtida de años, menguaba la luz de la lámpara de aceite, puesta a Jesús, María y José, alumbrando la trenza castaño claro del cabello de María. La miró un instante y se acostó muy suave para no hacer crujir tanto la cama. Suspiró largamente. Una noche más.
Tuyo es el reino, el poder y la gloria.