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mayo 18, 2010

¡Amoladooooor!

El grito precedido a la melodía despierta la siesta vespertina. Ese acorde rítmico que ya cuenta con medio siglo inunda la calle. Ángela se despereza y se levanta del sofá sonriendo por los recuerdos que le ha evocado esa potente voz. Va a hacerse un café y entonces su madre que se le ha adelantado encendiendo ya la hornilla, le comenta que en su pueblo cuando pasaba el amolador, la gente se colocaba un traste sobre la cabeza. Oye estaba pensando en lo pueblerino que todavía somos mamá, dice sorprendida de haber tenido pensamientos gemelos. , expresa la madre, a falta de sombrero a la mano, de manera urgida, buenas eran ollas y taparas, agrega, pero lo que nunca supe era el porqué los viejos hacían eso…
Ángela que se había sentado en el banquito frente al fregadero empieza a elucubrar sobre las razones de esa reacción. Bueno mamá, tal vez... hace una pausa intentando hilvanar su lado creativo al momento de colocar su pierna derecha flexionada sobre el taburete, la suerte era invocada por ese rítmico pitido… o tal vez sería el llamado nefasto de la innombrable comenta girando sus dedos en el aire como en un acto de magia. Quizás, responde la madre mientras agrega 6 cucharadas molidas al teñido colador, pero mala suerte o buena suerte porqué habrían de taparse la cabeza, pregunta divertida arrugando el entrecejo.
Las mujeres continuaron su amena charla acompañando el café con leche tibia, unos paqueticos de galletas María y trocitos de queso blanco. Pero… ¿sabrían acaso del conjuro que elevaba ese hombre en su grito? ¿Conocerían cuánto misterio estaba contenido en un simple sustantivo imprecado en mitad de la calle? Seguramente nunca se enterarían. Esa será otra historia.
Quizás. Tal vez.