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mayo 07, 2010

Borrón y cuenta nueva

“Alguien te ha borrado de tu MSN”. ¿Y a mí qué coño me interesa quién me ha borrado o no del puto MSN?, dijo a viva voz Ernesto al momento de revisar su bandeja de entrada, recostado en su silla reclinable y con el brazo derecho estirado moviendo rítmicamente el ratón inalámbrico de su computadora. Al instante Doménico se levantó de su cubículo sonriendo por la típica explosión iracunda de su compañero de trabajo. Ernesto, a diferencia del bonachón Doménico, se caracterizaba por hacerle alarde a su apellido… siempre había algo que le hacía entrar en hervor terrible a punto de ebullición, como en un Calderón.
–¿Qué pasó Ernesto ahora?, decía al momento de apoyarse en el cuadrado de madera divisor entre ambos puestos del módulo.
-Nada, que una caraja que conozco, me manda una vaina para que yo sepa quién me borró del Messenger…-¡Ajá! interrumpe Doménico y ¿cuál es tu peo? No abras el mensaje y ya, alegaba el llamado en la oficina “Mr. Smile” porque siempre estaba con una expresión grata en el rostro. Rubio, de ojos celestes, con una calva pronunciada y un abdomen formidable de cura italiano, este ingeniero entrado en sus cuarentas solía tener un espíritu conciliador que aletargaba los malos humores de la oficina.
-¡Ay sí, ya viene él: “la vida es bella, tómatelo con calma, todo pasará”! ¡Me arrecho más cuando me vienes con tus vainas! Dijo incorporándose violentamente de su silla quedando con los pies ligeramente levantados del piso y cruzándose de brazos como niño pequeño. Actitud que iba en juego con su tamaño porque Ernesto tenía una estatura que estaba por debajo del promedio, inversamente proporcional al genio que se gastaba. Con marcas de acné juvenil, cabello de textura gruesa de cepillo de lavar ropa, ojos pequeños, hundidos y ojerosos, este descendiente de extremeños, era objeto constante de chistes y burlas por su estatura, pero también de quejas de sus compañeros ante la incesante rabia que lo mantenía en “on” todo el tiempo.
-Ernesto, comenzó diciendo Doménico muy suavemente, apoyando su mano izquierda en la mampara divisoria, brother, continuó en tono fraternal, ahora acercándose al costado izquierdo de la silla de aquel, -¿será que algún día te aplacas, te sosiegas… o sea pana, te tomas el diario vivir como una experiencia grata, nada de enguerrillamiento, de ira constante? Sentenció gravemente Doménico sin perder su sonrisa, mirando directamente a los dos puntos marrones que le devolvían una mirada de muchacho regañado.
Yo recuerdo este episodio como en cámara lenta. Todos los detalles sensoriales aflorando como en una sinfonía, poco a poco, ma non troppo. El suave olor a malojillo de la infusión que bebíamos algunos -incluido Doménico que había dejado su taza a medio beber-, y que todas las tardes preparaba la señora Ruperta en la salita de café, escondida a la salida del baño de damas. La cara de Elizabeth, la asistente de Lucio Sambigliani –el director de la firma, parada frente al escáner, a 80 metros del módulo central donde estaban los puestos de Doménico, Ernesto y el mío, levantando ella su ceja izquierda y diciendo bajito: Qué “lala” con Ernesto chico, mientras Efraín, el motorizado que esperaba el plano, se reía despacito, de espaldas al cubículo de la señora Matilde, nuestra proyectista estrella, que ignoraba –para variar- las tonterías de “el querre-querre” como le decía a Ernesto. Pero sería ella la primera en saltar de su sillín cuando sorpresivamente de la caja segunda de su escritorio, Ernesto sacó una pistola, sabríamos luego una Colt calibre 38, y le vació dos tiros a su compañero en el pecho. La mampara divisoria de madera color cerezo quedaría teñida de sangre irremediablemente.