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junio 12, 2010

¡Amén!

Hay abuelas nefastas. Algunas en los cuentos odian a sus nietos. Pero hay otras, pocas, afortunadamente, que hacen más daño que una asesina en serie.
La abuela de Esteban Rafael vivía con un remordimiento que no la dejaba sanar. Una carcoma devoradora que usaba para horadar la percepción del mundo que se estaba formando su pequeño nieto. En su pueblo natal habría de sentenciar más de una vez lo malignos que eran los hacendados, los ricos de cuna como solía llamar a aquellos que estaban muy lejos de su miseria. Ella, pobre mujer de empobrecida estima, pasaba largas horas en la vieja casucha friendo empanadas para que Esteban las vendiera entre los vecinos. No lo consideraba un trabajo digno: preparaba la masa con agua turbia de malestares. Le agregaba la sal que dejaba el rencor de una vida sin posibles; un toque de azúcar, ironía de vivir en un vergel bendecido por Dios, pero envilecido por la rabia, sazonaba su orgullo, más unos trozos de un relleno putrefacto de odio agregados como escupos.
Todo esa aversión podría haberse quedado atrás si ella hubiera sido una mujer sencilla.
Aquella tarde Inés venía del río. Llevaba en la mano una pequeña totuma, un trozo de jabón de coco y el faldón de ponerse un día por medio. Escuchó el trote de un caballo y se detuvo a ver quién era. De entre las bajas y largas ramas de una mata de tamarindo aparecía agachado en su rucio el niño Valentín, como le decían al primer hijo de Don Francisco Pineda, dueño del Hato Mis querencias. Era el joven quinceañero, contemporáneo con Inés: de hecho había nacido exactamente con seis meses de diferencia… no solamente temporal, sino espacial y socialmente hablando. No por sus propios deseos, sino por esa delgada línea que el destino traza entre aquellos alumbrados por estrellas respecto de otros negados a su buena suerte.
Valentín la miró subiéndose el sombrero levemente al frente y le preguntó si había visto pasar a una potranca negra.
—Buenas tardes se dice primero Valentín, ripostó groseramente Inés. El joven sorprendido, no se esperaba esa actitud.
—Llegas preguntando por tu potranca y ni siquiera saludas. ¡Tú sabes cómo me llamo yo! Aseveró haciendo un ademán con la totuma en su mano derecha.
Casi balbuceante atinó a decir —Buenas tardes señorita… y disculpe… no la conozco, pero no se preocupe que sigo mi camino. ¿Cómo no iba a saber que ella era la hija del peón Rafael?
Eso. Simplemente eso. Ese detalle nimio, absurdo y de poca monta, daría impulso a esa envidia de ser alguien. Tristemente esa nula valoración de su propia estima, se la transferiría a su nieto Esteban Rafael, quien cargaría con todo ese resentimiento por más de cuarenta años.
De él ya nadie quiere acordarse. Su asesinato político y su aislamiento como un germen virulento fueron el presagio de mejores tiempos por venir.