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junio 18, 2010

Capítulo 7

Esa boca se le antoja impúdica. Ella como un escáner sensual observa al dueño de esas palabras que la subyugaron primero entre blanco y negro, en 386 páginas, en miles de adjetivos precisos. Ahora lo escucha atentísima en segunda fila sin perderse entre su jugosa modulación.
Ella está en el Gran Salón escuchándole sobre la minificción y otras mínimas verdades. Él viste unos mocasines café que se perciben muy suaves; un pantalón de lino blanco, suelto, una chaqueta –diría él una cazadora, brillante como tierra mojada y una camisa alba con delgadísimas líneas amarillas que parecen ajustar su cuerpo esbelto. Su cabello negro con escurridizos rayos grises, algo largo, ondeado, termina en dos crespos juguetones a los lados de su cuello libre de sometimientos.
Ángela lo escucha con sus ojos, tomándole las palabras de su boca. Su mirada va delineando sus labios hasta encontrarse con esa del Capítulo 7: “voy dibujándola como si saliera de mi mano…”. En ese disfrute de voyeur el discurso se torna goloso. Cada inflexión de voz, cada articulación ajustada a su dialecto, cada medida de su verbo justo, le produce una sonrisa que se mixtura entre sus humores. Siempre le ha parecido muy sexual el intelecto de un hombre.
Se detiene. Ángela lo sigue como si intentara adivinar sus pasos. Él que ha estado algo más de 20 minutos de un lado a otro dialogando -como llamó a su exposición, se acerca a la mesa a tomar agua de una copa. Estira su brazo, la alza y su boca se inunda. Un brillo apenas se desliza de su labio inferior y un dedo práctico despide a esa gota insurrecta. Al instante, de frente al auditorio dice ¿se ha entendido hasta ahora o es perorata lo mío?, sonriendo amable mientras mira en un paneo de cámara a lo ancho del salón. Ella lo espera. Advierte el giro sobre sus talones, la búsqueda de nada en el bolsillo izquierdo, el ajuste del cable del micrófono inalámbrico sobre su oreja derecha, tal como si la escena fluyera en slow motion. Un espasmo bajo su seno, un primerísimo primer plano de cuatro pupilas fundiéndose y un pulso en frecuencia modulada entre sus labios bastó para saber que valía la pena escuchar a su amante hablar sobre literatura.