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junio 26, 2010

Libido

Tenía los zapatos empapados.
Ese encuentro imprevisto, con vendaval y a media tarde no estaba apuntado en su agenda y no necesitaba cambiar fechas o anular citas. Estaba por unirse a él. Era definitivo.
A un lado del pequeño sillón del cuarto estaban arrumbados en contorsiones curiosas: pantalones, camisa, franela y ropa interior que anunciaba otros húmedos presagios.
Sobre la alfombra mullida sus pies lucían indefensos. Sus dedos estaban completamente arrugados. Un tono paliducho contrastaba con el oscuro esmalte que cubría sus uñas. Ricardo cerca, de cuclillas frente a ella, le tomó los tobillos y con una toalla acarició cada talón, cada planta, cada empeine con un movimiento circular que iba aumentando el calor en ella. Sandra estaba sentada en el borde de la cama. Su piel desnuda semejaba una obra puntillista vista de cerca. Sus manos permanecían expectantes a cada lado de su cuerpo. La toalla fue abandonada suavemente al lado de Ricardo. Sus manos tibias comenzaron a subir entre las pantorrillas de ella delineándolas como un torno, acercándose a su borde. Él, ahora de rodillas, la tomaba de las caderas firmemente abrasándose en un calor cada vez más intenso. Las piernas de Sandra, enredaderas prestas, rodeaban el torso firme de Ricardo apretándole suavemente de arriba a abajo. Sus pechos en desnivel latían en dueto con el deseo que los movía bajo la cadencia de la milonga del ángel de Piazzolla, único testigo en ese cuarto denso de humores, suspiros y arrebatos.
Bocas y cuellos se encontraban. Bocas y bocas se refugiaban entre besos in crescendo. Sandra se recostó bajo el peso de Ricardo y subieron ambos al centro de la cama en ese ritmo acompasado que imponen las ganas coincidentes. Una emulsión dichosa entre labios, textura suave y jugosa. En un ir y venir, se iban desdibujando formas, esculpiendo moldes en geométrico acople, con besos sin cesar en cíclopes miradas.
Él minero, ella roca. Toda la poesía fluyendo desde dos cuerpos en contorsión.
Fueron entonces sur y norte, opuestos y cercanos, hembra y varón en cópula perfecta. Un solo ritmo en ondas. Espasmos, quejidos.
La cuarta pieza comenzaba a sonar. Quedaban el bandoneón, el violín, el piano sumergidos a flor de piel entre los dos cuerpos jadeantes.