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julio 20, 2010

En primera persona, sensual del presente

Cuando Indira llegó a la mesa del restaurante, Matilde estaba hablando.
―Hay palabras que siento en el estómago. Hay frases que me aprietan las tripas. ¿Cómo explicarte…? mis entrañas son como un satélite, una especie de receptor y emisor de ondas de intimidad. Cuando algo me llega, ahí está mi intestino respondiendo: “sí, eso es profundo”. Por ejemplo, cuando he sentido miedo… aparece la alerta de mis vísceras. Podría sonar muy fisiológico incluso hasta escatológico, pero mi sensibilidad nace en el epigastrio.
―Tranquila, te entiendo perfectamente amiga―, respondió Lissette con una sonrisa amable con su mano izquierda sobre la mejilla, mientras con la otra jugueteaba con una miga de pan en el mantel.
―Eso que llamamos “la boca del estómago”―, continuó Matilde ― me indica que estoy comenzando a caer subyugada ante una emoción. Una mirada intensa, una melodía…
―A mí se me pone la piel de gallina con la música― interrumpió Indira, que mientras se sentaba, le hacía señas discretas al mesonero para que se acercara a la mesa.
―Sí, mi piel también responde en erizado impulso― continuó la joven de achinados ojos. ―El roce de dedos ajenos, un discurso brillante, esos pequeños instantes gloriosos surgen ahí, y se desplazan en ondas expansivas hasta mi bajo vientre. Y eso para mí es hermoso― sentenció bajando la voz en un tono casi de intimidad.
―¿Qué se les ofrece señoritas? ―preguntó el mesero retirando la cesta vacía de pan y sacudiendo diligentemente miguitas por aquí, por allá.
―Una copa de vino blanco, helado. Si es chileno mejor… por favor señor― indicó Indira resuelta, mientras se pasaba la mano derecha por su cuello, elevándose grácil el cabello.
―¿Quieres otra de vino tinto o vas a cambiar?― preguntó Matilde a Lissette.
―¡Ay no sé!― respondió llevándose ambas manos bajo su mentón, y remató entonces: ― ¡tomemos todas vinito blanco!― señaló subiendo sus hombros divertida. El mesonero interrogó: ―¿Solo tres copas de vino? ¿Algo para acompañar? ¿Tal vez una ensaladita, un carpaccio?, que está muy bueno, eh― sugirió con la libretita abierta y el bolígrafo expectante.
Las chicas se dejaron llevar por las recomendaciones del hombre, continuando con su charla. Afuera del restaurante, la tarde estaba terminando gris y ventosa. El clima en la mesa de las tres amigas, no obstante, era más cálido, más grato.
―Volviendo en lo que estábamos… ―dijo Lissette recapitulando sobre lo que venía hablando Matilde, ―a mí me parece que para ti es como un decreto de sensualismo lo que promulgas.
―Sí, es verdad― ratificó Indira con esa coquetería de su cabeza moviéndola de lado a lado rítmicamente, al momento de entrecerrar un poco los ojos y fruncir la boca, mezcla de niña consentida y mujercita intelectual.
―Bueno… es como una doctrina consciente que me ha llevado a disfrutar con plenitud de mis sentidos― indicaba Matilde con la grandilocuencia que acompañaba siempre lo que decía. Era una muchacha muy cuidadosa de su vocabulario. Desde que estudiaba Letras en la universidad, le preocupaban las palabras. Podría sonar su discurso algo afectado, pero ella era así: culta, seria, tímida. En su algo más de un metro setenta de estatura, su cabello negrísimo a los hombros y una contextura de fragilidad casi romántica, bullía un mar encrespado de sensibilidad.
―Oye, ¿qué les parece si mañana vamos al Festival Atempo, se entusiasman?―comentó alegremente Lissette que sabía que su amiga, la intensa, como llamaban a Matilde, se sentiría a gusto con las presentaciones. Nunca podrían haberse imaginado lo que ocurriría 48 horas después de ese encuentro.