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julio 18, 2010

Milagros y Rodolfo: atemporales

Entonces escuché esa voz profunda de Milagros atentamente. Su registro en consonancia con su verbo cargado de sensibilidad. Aquella presentación de ella resultó el descubrimiento de una voz muy cálida, la que escribe con el corazón escindido entre el agradecimiento y el dolor. Suena extraño, pero así lo sentí. Las vivencias se condensaron en esa sala del Atempo XVI. De ella salieron como suspiros, pequeños efluvios de su fraseo paraujano, que volátiles inundaban el recinto subterráneo de la Torre Corpbanca.
Luego vendrían sesenta minutos sin pausa para mis adentros. Los recuerdos de Rodolfo me transportaban a épocas leídas en libros, frías hileras negras sobre blanco. Pero ahora, en él, eran sílabas que silbaban evocaciones infantiles y bailaban por los aires las sonoras erres, las escurridizas eses. Su juventud apasionada se alzaba junto a sus manos apretadas con los pulgares mirando las alturas. Vagaban las palabras por tiempos de lucha, pero también de gozo. Risas cómplices entre la audiencia. Más de un suspiro de desasosiego ante la fuerza de un análisis contemporáneo que nos cacheteaba benévolo en unos ochenta repletos años vividos.
Me quedé en mi cuerpo atento sintiendo cómo las palabras iban bajando. La ovación solamente podía sacarme de ese marasmo. Y le aplaudí extasiada de pie.