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julio 14, 2010

Vida inspirada (o con Vida de inspiración)

La mujer observaba hacia fuera del recinto, indiferente de la gente alrededor aguardando turno. El gerente, que se mantenía con el auricular pegado a su oreja en espera de la respuesta sobre la negociación en dólares, se preguntaba qué estaría mirando ella, porque llevaba como quince minutos absorta, sin moverse siquiera.
Él, desde su oficina lateral captaba cada movimiento de los cajeros, los clientes y los vigilantes. Sentado cómodo en su silla ejecutiva gerenciaba su tiempo en ese pulso arrítmico de los trámites bancarios. Por eso le parecía muy curioso lo que veía. La mujer de espaldas, más interesada en el trajín exterior. En ese instante, la voz en la línea telefónica dio la respuesta y él colgó. Un impulso fisgón lo movió hasta el umbral de la puerta. Sentía curiosidad, sencillamente eso: saber qué pasaba afuera de la agencia para que este cabello suelto sobre un blusón blanco no se moviera en sus jeans y tacones. Salió con la sonrisita número 5 del manual: ¡Buenas, qué tal!, asintiendo con su cabeza como perrito de tablero taxista. Se iba acercando a la mitad de los 27 pasos que distan de su oficina a la puerta principal cuando un tilín sonó y el vigilante larguirucho, solícito en sus labores, le tocó el hombro a la mujer que sorprendida vio su papelito y se dirigió a la taquilla. Entonces, el gerente vio de frente a la joven: ceja izquierda alzada, ojos café, nariz aguileña, labios con un brillo rosado en mohín de desagrado; escote breve, cadenita con una V colgante. De repente le dice el uniformado: —¿Qué es lo que arde jefe? ¡Aquí ‘toy moviendo todo!
—Sí, sí… respondió él tontamente en mitad de la gente arremolinada quejándose por el mal servicio.