-

-

agosto 13, 2010

Bach contrariado

Escucha el cello. Yo-Yo Ma interpreta a Bach. Suspira.
A Fabiola le molesta no haberse salido con la suya. Esa es la verdad. Han pasado 10 años y no se perdona su estupidez. Esa es la palabra que usa para catalogar lo que no sucedió esa tarde.
El restaurante estaba casi desierto. La hora era la justa para el encuentro. Los mesoneros se ocupaban de sí mismos, aliviados luego del trajín del almuerzo. Algunos comían, otros departían alegres, uno por ahí cambiaba continuamente el canal del televisor. En la mitad de la barra, estaban dos hombres conversando con cara acontecida. Más allá, una pareja de ancianos, con semblante adusto, sentados en silencio frente a varios platillos.
Cuando llegaron Fabiola y Leonardo se decidieron esta vez, por la mesa ubicada al fondo del salón, en la esquina derecha tras una columna estratégica que daba a un estante con copas y utensilios auxiliares. Antes siempre estaba ocupada. Era perfecta: al pararse en la entrada de esa cuadrada sala, se podían observar quince mesas dispuestas en hileras irregulares y una, que tan solo podían verse dos de sus ángulos, escindida ópticamente por la gruesa estructura de color marfil. Un truco que el catalán Sebastián había ideado cuando la política y el amor escurrían deseos en su restaurant.
José, el mesonero gocho que había visto llegar a la pareja, la acompañaba diligentemente hasta el sitio esperado. Le hizo señas a Alexis, el ayudante, para que trajera dos copas. Leonardo, luego de saludar cortésmente al hombre de corbatín, le dijo que esta vez iba a ser él, su servicial amigo –en sus propias palabras- quien iba a traerle el mejor tinto de la casa. Leonardo estiró su brazo izquierdo sobre el mantel y tomó la mano de Fabiola que la deslizaba lentamente sobre la tela blanquísima. José hizo una venia y se retiró tan discretamente como siempre. Ya los conocía de sobra. Era el testigo de miradas intensas y silencios vehementes.
El acuerdo había sido muy claro, no obstante, en esas dos últimas semanas, después de casi cinco meses hurtándose sus tiempos ocupados, las corrientes estaban fluyendo con mayor carga de la soportable para ambos. Intuían el fragor de esa batalla que no se había dado aún. Suponían cómo iban a sentirse sus cuerpos en ese encuentro definitivo que debía nacer desde sus labios extraviados. Esa tarde parecía que los presagios iban a desnudarse, finalmente.
Fabiola veía su boca reflejada en las pupilas de Leonardo. Él hablaba y ella se sumergía en el aliento de esas palabras pronunciadas en el tono preciso, con el timbre adecuado, en el fraseo perfecto de él. La boca de Leonardo formaba dos llaves horizontales que, matemáticamente, era el conjunto inicial que ella deseaba sentir. Se destacaba, encadenada, entre una pequeña barba de carrillos despejados. Bajo su nariz aguileña nacía una cascada suave de vellos que se detenían en casi línea recta sobre el labio superior, algo más delgado que el inferior, que era carnoso, levemente rosáceo, decorado con una sexy porción triangular de pelos castaños, más tupidos hacia el redondeado mentón.
Aquella tarde Fabiola quería grabar esa boca en cada parte de su cuerpo. Capturar el haz de luz de esos caramelos vibrantes que la miraban hasta sus entrañas. De Leonardo todo la invitaba a pecar. Él se esmeraba en producirle las ganas que ya habían drenado hacía tiempo. Hablaban en ese código de sugerencias, propio de los amantes reconocidos en las sinuosidades fantaseadas en sueños. Pero la realidad tiene cara de muerte, de compromiso, de fidelidad.
Es inexplicable cómo las ganas de dos, pueden arrebatarse a tal grado de consumirse antes de siquiera rasgar el fósforo. ¿Por qué no pasó? ¿Por qué esa moralidad a último minuto?
Las notas graves de la Suite Nº 1 quedan suspendidas en el aire. Vibran en su oído y a Fabiola le golpea el recuerdo.