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agosto 25, 2010

Caput

Norberto tiene 55 años. Está algo pasado de peso, su cabello es delgado, pero cubre toda su cabeza; usa lentes para la miopía; tiene un canino algo más largo que el resto de los dientes y sus manos muestran uñas cortadas hasta su mínima expresión. Es un hombre rígido, aunque realmente sería mejor decir, que es una carpeta ambulante de resentimientos. Eso se sabía, hay que aclararlo, pero ayer hizo la demostración de su poca inteligencia emocional. Lo que se suponía iba a ser un almuerzo en un ambiente de cordialidad, con conversaciones saltarinas de tópico en tópico, como son los gratos coloquios entre familiares y amigos, terminó con unos gritos destemplados, una jerga agresiva y un desplante infame. ¿Qué causó tal alboroto frente a unas mesas con platos ya servidos?, pues dos cabezas con dreadlocks.
A las 2:45 ya todos habían llegado a la casa. En el jardín, bajo cuatro toldos en una tarde amable a 23 grados a la sombra, estaban listas las mesas con sus adornos florales. El agasajo tenía nombre propio. Alberto, el sobrino mayor se despedía porque viajaba a la India en una oportunidad de trabajo excelente para un muchacho de 24 años, brillante en su desempeño académico y profesional. Parte de la familia, la novia, los amigos más íntimos estaban acercándose a las mesas dispuestas ya. En ese momento, sonó la melodía pegajosa del teléfono de Beto y con su alegría habitual de hablar a gritos por el celular, se le escuchó dar indicaciones de cruzar, subir, girar, propias para los perdidos en direcciones enredadas.
―Estos carajos siempre en el despiste, pana―, le dijo Beto riéndose a Corina, su novia, moviéndose hacia la entrada de la terraza. Ella sonreía pues conocía a los aludidos.
―Los Vethencourt siempre han sido así, ¿te acuerdas en la universidad? se equivocaban de pasillos y aparecían con unos cuentos tan locos; eran graciosísimos, ―argüía la novia de Beto mientras esperaban juntos tomados de las manos.
Norberto, dueño de casa, había concedido hacer el almuerzo en su espléndida casa. Jacqueline, su mujer, tía del agasajado, era un as como anfitriona y amaba enloquecidamente a su primer sobrino, "su chamo" como le decía, por lo cual todo iba a ser perfecto. Claro, debe aclararse asimismo, que Beto dijo que había invitado a sus “super panas”, pero no dio mayores señas de ellos. Eso no importaba tampoco, porque la familia conocía a la cuerdita de 12 muchachos, algunos desde primer grado en el Ignacio y otros de la Católica. Además ya estaban casi todos sentados en sus puestos.
―¡Coño, llegaron Lindberg 1 y 2!― gritó divertido Beto al ver a sus amigos traspasar la puerta de vidrio del salón bajando a la mullida grama del jardín. Los que estaban de espaldas en las mesas se voltearon para ver a los recién llegados. Casi todos rieron. Alfredo, el más alto, se acercó a Corina y le dio un beso, mientras Arturo, su gemelo, casi se abalanzó sobre Beto, haciéndolo trastabillar.
―¡Marico me vas a hacer caer! ―dijo Beto alegremente, al momento de abrazar a Alfredo que le entregaba una caja de regalo que escondía en su espalda. En ese momento, yo tuve el impulso de verle la cara a Norberto. Estaba desencajada, serísima. Él, parado como estatua en una esquina del tercer toldo sosteniendo un vaso de whisky.
―¡Qué de tiempo sin verlos chicos!― expresaron casi al unísono Jacqueline muy sonriente y Susan, mamá de Beto, que se habían acercado a la divertida escena. Al instante, apareció el catire Alberto, papá tocayo del agasajado. Éste al estrechar la mano de Arturo dijo: ―Ustedes son una cosa seria, carajitos… ¿qué habrá dicho el viejo Pablo Vethencourt de sus greñas?― aludiendo a la masa de pelos que caía pesadamente en cada cabeza de estos guapos mellizos.
―¿Qué iba a decir?… ¡total ustedes fueron hippies en su época! ― respondió sonreído el muchacho de ojos verdes mientras lo abrazaba por el costado bromeando con los rollitos que le sobresalían de la guayabera a Alberto padre. Así entre risas y saludos múltiples, los últimos invitados se sentaron. Terminaron de llenarse algunas copas de vino y las entradas suculentas empezaron a servirse. Todo marchaba muy bien a cargo de los diligentes mesoneros que la tía Jacqueline había contratado. Ella desde su puesto estaba pendiente de todos los detalles, cuando de repente se acercó Norberto desde el otro lado de la mesa y la tomó del hombro, con firmeza. Ella reaccionó muy bien. Sonrió y le dijo casi sin mover los labios que qué le pasaba. Esa pregunta susurrada fue el botón rojo que desencadenó el lanzamiento de los misiles de improperios que soltó Norberto. Y bueno… que si las fachas, que son malandros con real, que son drogadictos, unos sinvergüenzas, seguro, fuera-de-mi-casa-arrastrados y demás frases manadas como albañal roto en mitad del jardín. Caput!