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agosto 19, 2010

Imprudente Facebook

Claudia sostenía la mano de Eloísa y le hizo prometer que nunca nadie podría saber su secreto. Estaban en el cafetín de la universidad, rodeadas de esa algarabía repleta de hormonas. Eloísa estaba un poco incómoda con la actitud de su amiga, pero ella la conocía y sabía que Claudia era una muchacha bastante nerviosa. Bueno, realmente muchos no la tenían como eso, nerviosa, sino, -tal vez- otros apelativos un poco menos sutiles… No obstante, la tranquila Eloísa sabría guardar ese secreto, que no era gran cosa, total muchas mujeres se acostaban con hombres por dinero. Pero, total, un secreto debía serlo, ¿o no?
En definitiva, estas “amigas para siempre” salvando el bullicio exterior combinado con ese olor a fritanga, estaban en una de confesiones, venidas todas –cabe destacar-de Claudia. Ella había nacido en Cabudare hacía 19 años en una casa amplia, con árboles frutales, dentro de una familia de adventistas del 7º día. Era de tez blanca-amarillentosa como una taza de leche; con el cabello largo hasta casi la cintura, negro azabache, con un flequillo que le tapaba las cejas. Tenía los ojos azules y siempre usaba una pintura de labios color fucsia. No era exactamente bonita, aunque al describirla lo pareciera. Su nariz era larga como la de las mujeres de ánforas antiguas, con mucho busto y un trasero algo inexistente. Tenía –podría decirse- un aspecto atractivo. Además vestía bien y le gustaba mucho perfumarse cada media hora. Los amigos del novio de Eloísa, que estudiaban ingeniería, les parecía Claudia una chama encantadora, algo tímida; mas para sus compañeras de clase en Comunicación, era una “mosquita muerta”, una come-hombres con aspecto de corderita.
―Te lo juro amiguita ― repetía Claudia con solemnidad ―fue una situación fatal, casi me moría, así que tomé la decisión sin ver para atrás…―decía mientras alzaba su lata de refresco, mirando a su alrededor con actitud contrariada, mordisqueando el pitillo débilmente.
―Pero… ¿No pensaste en una enfermedad, en que podría ser un asesino en serie, no sé…? ―preguntaba Eloísa en ese ánimo impávido que la caracterizaba. Ella parecía que había vivido tanto, que nada le sorprendía. Compartía la pequeña mesa redonda sorbiendo un batido de lechosa y resistiéndose a la atmósfera de aceite rancio en ebullición constante.
―¡Claaaaro! ―respondía Claudia abriendo los ojos enormemente― ¡por supuesto que pensé en eso y en mil cosas! ―aducía con cara de resignación.
―Sí, okey ―interrumpió Eloísa sonriendo como la Monalisa, ―es algo poco usual, lo sé, pero pregunto sin ánimos de drama, chama, tranquila, relajada pues.
―¡No okey, está bien! Lo que pasa ―bajando la voz y acercándose más a la amiga ―es que estaba de vacaciones y se supone que eso no debía pasar, yo debía haber tenido todo controlado con la plata…¡qué pena!―le decía a Eloísa que la miraba sin un ápice de sorpresa. Claudia se agarraba las manos y las movía impaciente, como queriendo obtener de su interlocutora algo más. Pero Eloísa no era fácil. Tenía una actitud de desparpajo total. Ella se sentía una excepción: una pelirroja, de 45 kilos, en su metro 60, nacida en La Rioja y criada en la caraqueñísima Candelaria, veía la vida sin problemas. Lo único enredado era su cabello: una maraña de rulos color zanahoria que andaban rebotando alegres.
―Bueno chama, te comprendo…―empezó a recitar Eloísa a manera de resumen de noticias: ―Se te acabó el dinero en París, tu pasaje se vencía en dos semanas y tenías que sobrevivir al agobio de la ciudad-luz ―continuaba la apacible amiga mientras Claudia parecía transparentarse―así que al primer monsieur que te dijo tres jolie!, le cargaste a su cuenta el placer de tus vacaciones, con regalos incluidos y fotitos aquí y allá, subidas al Face y ―remató sarcástica― vistas por mi tía casualmente en 124 imágenes de su esposo sonriente-hombre-de-negocios-ocupadísimo-para-llamar-siquiera.
Paff!