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septiembre 18, 2010

Las palabras y algunas cosas

Son simples categorías gramaticales. Son el resultado de una sintaxis correcta. Son palabras cohesionadas y coherentes del español. Pero al discutir con él, podría pensar un testigo que Ángela está hablando en mandarín mientras Álvaro grita en eslavo. La incomunicación se agolpa en la garganta de ella y llora para que el llanto explique aquello que pretende decir y que él insiste en no entender. Álvaro se marcha en esa huida cobarde de los pobres de palabras.
Las palabras florecen, brillan, vuelan. Las palabras cubren, solapan, entierran. Las palabras duelen. De su boca hermosa, Ángela quiere que manen pútridas. De su verbo, ella quiere que salte, pústula maloliente, toda la frustración que le aprieta el pecho.
La palabra es ira, es acopio de furias, es sosiego de muerte.
La palabra es contagio, enfermedad, desazón. Fuete del desamor y del engaño.
Mas sin embargo…la miro, la conozco bien… ella toma sus palabras con amor y las contiene entre su lengua: saborea su acritud, percibe el olor del insulto inconcluso. Trasmuta frases edulcoradas en sencillos adjetivos, propios de la hiel. Escupe adverbios fulminantes. Cierra el portón de la casa y quedamos entre invisibles interferencias verbales que todavía palpitan en el ambiente.
En ese momento, Ángela solamente siente tristeza y rabia conjugadas. Hay muchas palabras para eso, le digo. Déjalas fluir libres, le sugiero, al momento de acompañarla sentándome a su lado en el césped. Pero ella, callada, mira el gran rectángulo blanco, hierro preciso que oculta a la calle su pesar.
―Mi lista sería malsonante, grosera, rígida…, no me permito deslucir mi fraseo― dice suavemente con los ojos brillantes, achicados; la nariz, bulba carmesí y esa actitud desvalida de las sufridoras por amor.
―La palabra me nutre, me fortalece ― continúa hablando como en trance, mientras veo sus pulgares que juegan a las escondidas entre sus dedos nerviosos. ―Quiero mi palabra buena, ― continúa sensible ― correcta, bonita. Quiero mis palabras clementes. Las que uso para regar mis buganvillas, las que he olido en el puesto de especias del mercado. Aquellas que susurra una madre primeriza, las que exhala un hombre enamorado, las que se pronuncian con los santos óleos. Ángela solloza y ahora sus manos cubren su rostro, sus codos sobre sus rodillas, sus pies desnudos sobre el verde espléndido del jardín. Quisiera abrazarla. Desearía hablarle y que me oyera con mis palabras justas, con mis palabras de amor. Pero los muertos no hablamos y mi hija solo me ve en sueños.