-

-

noviembre 03, 2010

Impúdica

―Por entonces yo no sabía nada― dijo Fabiola muy bajo, chupando suavemente su cigarrillo, tomado entre sus largos dedos izquierdos en señal de victoria. Ella llevaba alrededor de media hora en un ir y venir de excusas. Aníbal la miraba directo, con esas pupilas azules de escáner recorriendo alternativamente los ojos de ella. Sabía que Fabiola mentía, lo sentía. Según él era algo inexplicable, me dijo aquella vez, una especie de figuración en su mente.
Eran las 7 de la tarde. El restaurante estaba todavía desierto. Aníbal y Fabiola ocupaban una mesa distinta a la dispuesta para el homenaje. Se habían citado antes para intentar aclarar las cosas, como si eso fuese posible. Ella ignoraba que en pocas horas otra historia se desencadenaría. Mientras, Aníbal daba vuelta a los trozos de hielo que cubrían su escocés. El Manhattan de Fabiola condensaba minúsculas gotas, una alegoría de lo que el maquillaje y la poca luz ocultaban en el rostro de aquella. ―Para mí él era simplemente el director de la firma, no pasó nada… ¡qué iba a saber yo Aníbal!― respondía nerviosa a una interrogante inaudita, a manera de justificación. ―Tú me conoces muy bien, no sé porqué hablas así,― le interrumpió Aníbal― de esta manera aniñada― decía quien venía compartiendo algo más que una oficina con la bella mujer. Alzó su vaso corto y terminó de golpe su trago. Fabiola lo miraba esquiva esperando tal vez un ataque, pero sabía que él cuidaba mucho su manera de comportarse públicamente. ―¡Nunca supe quién eras. Eres una farsante hipócrita!― sentenció Aníbal con dramatismo. Me imagino su cara en ese momento: sus huesudos pómulos algo enrojecidos. Su larga nariz de dios druida, moviendo sus narinas dilatadas. Su celeste par, achinándose aún más. Su ira, contenida como si fuera el hijo de la diosa Bona. Recuerdo que Aníbal me había contado cierta vez que Fabiola llevaba una pequeña agenda con fechas, signos y nombres. Eso de seguro le perturbaba en ese momento.
―Me irrita tu actitud falsa sobremaneramente, aunque esa palabra no exista ―dijo enfurruñado Aníbal volteando hacia la entrada del salón que empezaba a llenarse con los colegas. Ahí comenzaría el desfile de besos al aire, apretoncitos amigables y frases de lugar común en eventos sociales.
―¡Bueno!…―comentó Aníbal levantándose de su asiento y mirando a Fabiola como resignado ―It’s a show time! Ella, como si nada, se quedó en la mesa jugueteando con la cajetilla de cigarrillos.
Tres horas después con las mesas en el momento del pousse-café con galletitas, Juan Ernesto Gonzaga Prat, director de la firma de consultores arrimaba su silla a la pared, alzaba levemente su copón y empezaba su speech con una sonrisa más cercana a la picardía que a las vides y aguardiente fluyendo en su torrente sanguíneo. Fabiola tenía un rictus burlesco congelado. Aníbal sonreía amable. En verdad, casi todos sonreían como clones, me confesó Aníbal.
―Decir que estoy feliz es poco―comenzó casi tímidamente Juan Ernesto, me contaría Aníbal después. ―Estos dos años han sido intensos― enfatizando la sílaba tónica hasta alargarla curiosamente en su fraseo. ―Hoy estoy feliz, ayer lo estuve, hace 365 días por 2 que lo estoy. ―Allí las sonrisas repetidas empezaron a metamorfosearse en interrogaciones yendo de una mirada a otra, y a otra y a todas las mesas. El jefe está alegre, dice Aníbal que escuchó que alguno por allí comentaba bajito. Me dijo que para ese momento se había soltado un poco el nudo de la corbata. ―Tú sabes quería sentirse cómodo, supongo― me referiría Aníbal. No me lo imagino con la corbata italiana bailando en su cuello, era algo extraño, pues su presencia impecable era constante. Esa noche, me contó Aníbal, había arribado con un traje de casimir azul marino de líneas delgadísimas, una camisa estupenda con sus iniciales bordadas en el bolsillo izquierdo, sus gemelos de marfil, su cabello con una capa de gel delgada y su rostro de lifting reciente. Era el director prestigioso de 42 años, 1,87 desde el piso, 75 kilos mantenidos gracias al jogging y soltero consumido por su trabajo, quien estaba hablándole a su gente, visiblemente emocionado.
―Este homenaje es a nuestro esfuerzo, a nuestros logros, a lo que hemos descubierto trabajando como uno. ¡Somos una fuerza! ―dijo casi yéndosele un hilito de voz, me contó Aníbal. Me supongo que en ese momento, con el discurso del jefe -me imagino porque Aníbal nunca me lo dijo- el clima cambiaría y algo se asomaría particularmente extraño en ese restaurante con reservación privada.
―Yo, insisto, doy las gracias a todos por el esfuerzo y pido excusas si no hice este homenaje el año pasado, pero vivimos el hoy y hoy estoy que alcanzo el cielo… gracias al amor, es la verdad. Quiero compartir mi alegría con ustedes, mi equipo… ―decía Juan Ernesto erguido, guapísimo y franco hasta el bochorno. Parecía como si hubiera capturado una gran bocanada de aire, me decía Aníbal. Luego de unos segundos, tras tomar un sorbo de su coñac, siguió con un entusiasmo que tenía a todos en el salón boquiabiertos, expectantes.
―Después de tanto no saber, hoy lo digo inflado de amor… Y te pido perdón a ti porque lo de Fabiola fue una prueba, estúpida y tramposa, algo inútil, lo sé… ―Aníbal me contó que Fabiola casi se desmaya de su silla, el señor López se atragantó ruidosamente, la secre Tania se llevó sorpresivamente la mano a la boca y como un tsunami las miradas se concentraron en el jefe que se iba de lengua y ese par de ojos que le sostenían la mirada con intensidad.
―Lo digo: Te amo Aníbal Steward Goetz Ramírez, ¡soy tuyo ahora y siempre!