Acto

Quedaron en verse en el sitio.
El plan había sido armado por ella, apasionadamente, como todo lo que urdía su mente perversa. Maquinaba, casi de manera demencial, cómo iban a perpetrar las acciones. Cada detalle lo había engarzado en esa matriz de escenarios que le gustaba proyectar cada vez, con mayor regularidad, con apremio en las fuerzas y en las condiciones. “En el mejor de los casos, si pasa esto, haremos aquello”, había repasado. “Si el caso se presenta contrariado, tomaremos medidas ya acordadas”, había aclarado. “Si nos equivocamos, pues, abortamos… simplemente”, había sentenciado.
Natalia era una maniática obsesiva-compulsiva. Ciertamente, era un compendio de trastornos psicológicos, y este plan la mantenía, prácticamente, a pan y agua. No había tenido acción alguna desde hacía largos meses, por eso su desesperación.
No puedo dejarlo pasar, murmuraba Natalia. El golpe debía ejecutarse limpiamente, en la hora nona. ¿Por qué a esa hora?, había comentado un travesti. ¿Por qué me escogieron a mí?, habría preguntado el interfecto. Porque eran parte de la neurosis de ella, podría haber dicho yo. En definitiva, el artefacto, la peluca, la maleta y las máscaras ya estaban guardados en el asiento trasero del automóvil. Partimos a la carrera.
Llegamos al sitio y a los 20 segundos Natalia ya estaba desesperada: no había llegado él. Tomó aire. Había que seguir el plan. Abrió la puerta de atrás y sacó la maleta. Nos pusimos las máscaras. Yo saqué el esperpento que ella había escogido. Lo miré abriendo mis ojos grandemente como para comprobar la magnitud de lo horroroso. Me dije: no hay caso. Natalia sacó sorpresivamente unos guantes que yo no había visto antes.
8 minutos después, llegó él, traspirando copiosamente; excusas suyas, regaños de ella, tonterías varias. Teníamos 12 minutos de retraso sobre lo planeado. Afortunadamente éramos unos profesionales (realmente, casi… ¡está bien! Más o menos…)
Nos dirigimos al fondo y una mujer que nos había visto llegar gritó: ¡Eugenio llegaron los payasos!