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febrero 05, 2011

Bermellón y piel

― ¿Por qué a veces regresas en la tarde con esos zapatos? ― preguntaba Luisa, echando su cuerpo hacia atrás en el respaldar, al advertir las pisadas de Ángela.
― Sí, es verdad, me he dado cuenta ―indicaba entrometido Javier, que había rodado su silla para quedar frente a ella y poder mirarla bien de arriba a abajo.
― Me encanta esta disposición nueva ― respondía sarcástica Ángela, mirándome de soslayo al momento de sentarse. Yo sonreía, yo sabía la razón.
Los cubículos estaban estructurados como una cruz: Luisa frente a mí, Javier a mi izquierda y Ángela a mi derecha.
― ¡Hay cada “entrepitura” en este equipo de trabajo!― exclamaba Ángela remedando el tono del vicepresidente en su charla quincenal de motivación al logro, bla, bla, bla y calidad corporativa.
― Amiga ― decía a viva voz dirigiéndose a mí, ― ¿desde cuándo yo ando fijándome en lo que hace la gente de esta oficina? ―hablaba arrimando su silla en ese juego de rodar de un lado a otro, hurgando en su cartera puesta en su regazo ― No te parece que deberían buscar algo qué hacer ―hablaba burlonamente mientras sacaba un removedor naranja fosforescente con el nombre del lugar donde había almorzado, me lo dio subrepticiamente con una gran sonrisa y volvió rodándose otra vez a su puesto. Allí, de la segunda gaveta del archivador tomaba la bolsa marrón de terciopelo, se sacaba sus Manolos, los guardaba y de nuevo se colocaba las sandalias que llevaba en la mañana.
A mí me gusta coleccionar objetos y Ángela contribuye notablemente con ello. De sus encuentros siempre me trae algo: un posavasos, una servilleta con membrete, incluso jaboncitos con forma de corazón y otros detalles. Creo que ya llevan como dos meses saliendo. Lo conoció en el posgrado. Inteligentes ambos, apasionados, ambos. El asunto es que mientras a Santiago le gustan los zapatos altos, de tacones muy delgados, de empella corta, puntudos y, especialmente, de color rojo brillante; a Ángela le gustan los pies desnudos. Entonces el punto es que al hacer el amor cada miércoles, ella quiere verle los dedos a Santiago y él insiste en que Ángela lleve puestos los zapatos que le regaló. Ella me ha contado que el problema son las maromas que a veces salen para satisfacer sus fetichismos. Pero esta tarde llegó feliz, habían resuelto por fin: hacerlo de pie. Así, ella adelantada, tomándose firmemente del lavamanos- por ejemplo, podía verle los dedos casi adhiriéndose al piso. Los músculos extensores como dando pequeños saltitos. Las líneas azules de las venas como en un entramado. Las uñas cuadradas. La piel levemente rosada y un caminito irregular de vellos desde el dedo gordo.
―¿Y qué de Santiago?―le pregunté a Ángela en un momento dado.
―¿Él?, gracias a Manolo...divino como siempre.