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marzo 15, 2011

Que Rosenblat me cubra con su manto

Le cae mal desde que la leyó. A ella, la gente que escribe con impertinencias sella su destino. Con ella, las palabras deben ser justas, precisas. Debe ser una suma de coherencia del buen decir, normas de cortesía y algún detalle de sensibilidad, lo cual permitirá que surja el respeto espontáneo o, incluso, que nazca una amistad epistolar o electrónica. Ángela gana voluntades solamente con la pericia de la expresión. Sabe leer muy bien, es objetiva en su oficio, por eso cuida lo que dice, y exige que se diga lo expedito al escribir. ¿Improperios? ¡Claro!, sobrados, castizos, criollos o de allende los mares. Es que ese no es el asunto. El punto es que digas lo que tienes que decir, correctamente. Valga el ejemplo que me dijo Ángela cierta vez.
―Imagina amiga que deseas quejarte de algo que te pareció tonto, fuera de lugar o sencillamente no te gustó… ¿Lo escribes diciendo “qué estupidez esta que has dicho”?, ¡pues no! Recuerda que la palabra es un golpe y una caricia. En el envés puede ser solo ternura y luego, furia, desenfreno o arrebato de estrógeno. Por lo tanto, tomas un respiro― decía esto mientras juntaba sus manos en namaste, entrecerraba los ojos y continuaba dramática ― y te preguntas “¿cómo debería expresar esto que siento”?, ―mirándome con sus ojos de fiera en trance y yo asentía, ya sabes… en eso de “sí-para-que-te-calles”.
¿Qué te puedo decir chama? A ella la conozco de toda la vida. A Ángela se le “entra” por la palabra. Así a fuerza de verbo lucido se la levantó Ricardo, fíjate. Por eso si quieres ese favor, después de tu metida de pata, escríbele… bonito, con amabilidad; sin remilgos, eso sí, sin afectaciones lingüísticas. Exprésate sencillamente. ¡Ah! pero no olvides…acentos a paso marcial, puntuación de yogui elevado y cohesión de siameses de Harvard.