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marzo 25, 2011

Quiero un amante

Victoria se veía distante. La opacidad de su mirada traslucía algo. No podría definirlo con precisión, pero sabía, mejor aún, percibía a través de su silencio, de su actitud sentada en el sillón, que no estaba bien. No sé, tal vez era la Sonata de Medianoche de Beethoven, la copa de Beaujolais o quizá, que nuestra clase de apreciación musical estaba más íntima de lo acostumbrado. Además habría que sumarle los 19 años que llevamos de amistad.
La sala de estar de Eliza nos permitía sumergirnos en la música. Su colección de arte, las plantas por doquier; a la par de múltiples floreros; velas encendidas de aromas, colores y formas diversas, facilitaban conectarnos con cada pieza que veníamos analizando del Romanticismo. Junto a la anfitriona-profesora, Eugenia, Nabila, Vicky y yo conformábamos el grupo que cada jueves de 6 a 8 tenía la excusa de la música para confesarnos.
Nunca salíamos de Cumbres antes de las 10. La dinámica que quiso imponer Eliza al comienzo no dio resultado. Conociéndonos todas desde hace tanto, eso de escuchar, analizar, beber y picar alguito, no iba a ser ajustado a un horario.
Hoy no fue la excepción. Al terminar la pieza, de una manera casi telepática, ya todas se habían dado cuenta de la extrañeza de Victoria. Bastaron apenas unos segundos de miradas entre sí, como bolas de billar rebotando por el paño, para que ella rompiera en confesión.
― Quiero un amante ― dijo suavemente posando su copa en la mesa auxiliar. Fue raro, ninguna se sorprendió, ni siquiera Nabila, que tiene sus raptos de pacatería, hizo comentario alguno. Nada, ni un asomo de querer interrumpir aquella aseveración.
― Necesito un hombre que me estimule… pero no entre piernas, orejas…pura emoción, no… ― ya en ese momento había descruzado sus piernas, distendido sus hombros, iluminada su mirada. Victoria estaba aliviándose y nosotras en suspenso.
― Deseo un cerebro que palpite y me arrebate entre conversaciones sobre libros, cine, filosofía, física cuántica… Que quede extenuada de Barthes, de la órbita de Plutón, lo lúdico en Cortázar; el péndulo de Foucalt, Sartre y el desamor. Estoy irredenta y bien pago el precio del placer intelectual. ¿Saben quién puede salvarme?