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abril 22, 2011

Impares

Una sandalia, amarilla; correspondiente al pie derecho, 11 M; tacón ancho, destalonada con una gran hebilla dorada en la pala. No se percibe maltratada, sí algo sucia. Esto escribió Angelina en su agenda hace tres días.
Aquella tarde al salir del estacionamiento, mientras subía la estrecha sucesión de escalones hacia la calle para dirigirse al supermercado, se topó con ese zapato. Tuvo el impulso, lo agarró. En la entrada del establecimiento, al pasar por el torniquete, tomó una bolsa de la caja más cercana a ella, introdujo el hallazgo, lo metió en su cartera y continuó despreocupada con sus compras. Al anochecer, cuando ya había terminado con todas sus labores domésticas, se acercó a su cartera colgada en el perchero, sacó la bolsa y se fue a su habitación. Allí, sentada en su sillón, lo observó detenidamente. Lo dejó al lado y anotó con parsimonia.
―Doctora Marín recuerde la cita con su odontólogo ―le dijo la secretaria amablemente al entrar al despacho con la taza de té verde habitual. La señora Francisca sabía muy bien lo despistada que era su jefa, por eso, aunque Angelina Marín llevaba una agenda personal y tenía todos los gadgets posibles, sus citas médicas siempre eran un olvido cierto. Eran las 9:43 de la mañana, en el bufete solamente estaban ellas dos.
―¿Pero no era en la tarde ?―dijo dudosa Angelina. A pesar de que la señora Francisca era una asistente excelente, tenía la sensación de haberla programado para el final del día.
―No doctora― respondió con un mohín que conocía perfectamente Angelina, ―es dentro de media hora…menos mal que sólo debe cruzar la calle y ya ― dijo sonreída esta señora de algo más de 50 años, de estatura media, más bien baja, con su habitual falda gris de gabardina casi llegándole a los tobillos. Angelina le devolvió la sonrisa con una sacada de lengua. Ambas rieron.
La calle era un caos. Desde el hall Angelina suspiró, su oficina parecía un oasis alejado a 36 metros del constante corneteo y del sol implacable que ahora sentía. Dejó atrás el edificio, se acercó a la esquina para esperar el cambio del semáforo. Con el trino repetitivo pasó y de pronto miró la acera frente a ella: un zapato de color negro estaba tirado en la cuneta. Se acercó y ante la sorpresa de la mujer que estaba cruzándose con ella en ese instante, lo tomó por la palmilla. Caminó dos pasos y se detuvo porque un fuerte viento la despeinó tremendamente tapándole la cara. Se quitó el cabello con su izquierda y sintió que algo había topado en su pierna. Era una bolsa azul de plástico que navegaba por los aires. De pronto sintió como si cayera en cuenta de un aviso. En un rapto casi inconsciente hizo el mismo procedimiento anterior con la sandalia.
Ya en la sala de espera, Angelina sentía que debía mirar aquel zapato, lo sacó, colocándolo sobre la bolsa, arriba de su cartera en el asiento contiguo. Con su agenda en el regazo escribió: Zapato de hombre, izquierdo, 12½, negro mate, con cordones delgados. La punta algo raspada, al igual que el lado interno de la palmilla. El tacón gastado de manera irregular.
―¿No te parece extraño Matías? A mí no deja de sorprenderme, no sé porqué, pero me causa una curiosidad morbosa…¿tú qué crees, ah? ―preguntaba Angelina mientras enrollaba los fettuccini en la cuchara. Llevaban 35 minutos en el restaurante y ella solamente le hablaba a su compañero del cuento de los zapatos sin pareja: los hallazgos y el impulso de describirlos por escrito.
―Pues no sé Lina… sé que no te sirvo de ayuda, pero nunca me había puesto a pensar adónde van a parar los zapatos de la gente que muere trágicamente. Tal vez, haciendo el ejercicio obligado que me pones ―argüía el sabio magistrado tomando su copa de vino y sorbiendo como si quisiera hacer tiempo para la deducción ―estos accesorios pasan a una dimensión desconocida en el momento de la muerte y aparecen en otro espacio, en otro tiempo, quizá para ayudar a una inteligente fiscal a conseguir pistas…