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julio 23, 2011

Fragilidad

Apenas tomó su bolso esa mañana, supo que estaba incompleto el día. Aquello era un pulso, un toc-toc que no podía contener en sus sienes. No recordó la palabra. Solo sabía que los antiguos lo llamaban melancolía.
Ana estaba frente a la consola. El espejo reflejaba un cabello peinado al descuido; labios, rosa pálido, algo de blush en las mejillas; atuendo en orden. Ella no se miraba. Estaba absorta en la pequeña vasija de madera que contenía las llaves, hoy parecía más grande. Tomó el recibo y el sobre de manila puestos al lado. Miró el perchero, desprovisto de las rutinas que lo colmaron por años. Ya no estaría el saco, el morral de la laptop; la bufanda o alguna corbata rebelde.
Abrió la puerta del ascensor y tras de sí, un suspiro se fijó en la alfombra de entrada.
Dos días atrás había recibido aquel correo con fotos expresas y el mensaje de tinte definitivo que pondría en retroceso largas conversaciones de planes maravillosos.
No es necesario decir que la traición es una daga que corta, de forma precisa, una raíz de roble. Además ella no merece que hagamos público su dolor. Aquí quedamos nosotros, esperando cada tarde que ella vuelva a ocupar los espacios, ahora muy silentes. La cocina, frugal; el aposento, gélido; el salón, inhóspito. El apartamento se encoge en ella, arropándole en su tristeza.