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septiembre 15, 2011

Testigo de confesión

Había ingresado a una logia. Ese era el nombre. Ángela no podía escaparse. Ella le pertenecía a aquella entidad. La fidelidad era una especie de pandemia. Una suerte de contaminación de acólitos, incapaces de contrariar cualquier acción, por atrevida, irrespetuosa o falta de tacto que fuese. Enloquecida, así se sentía.
Estaba sumergida en una fábrica de afecto obligado, la producción en línea de muestras de sometimiento era atroz: debía ser constante, reiterada, continua. Así, tan absurdo como suenan los adjetivos sucesivos.
Ángela tenía ganas de escapar, no soportaba más encontrarse desviada de sus propios deseos. Pero cómo huir si siquiera imaginarlo era terrible. Intentar pensar en voz alta era poco menos que un pecado. Y conversar con alguien de ello era la muerte, segura recompensa a la traición.
Ángela debía urdir un plan para liberarse de aquella garra recubierta de crema humectante. Una tarde, después de escuchar una amable solicitud de quiero-esto-y-aquello-y-más-allá-anda-que-te-hará-bien, la antes sumisa presa, dice que se llevó su mano al mentón y pensó: ¿por qué siento que me están usando? ¿Sería una revelación o tal vez un vil mal agradecimiento?
Quizás, respondí en aquel momento; la verdad de lo que pensaba no se lo iba a decir… pues sabía que sus preguntas serían infinitas y yo era lo suficientemente hiperbólica ya en mis observaciones.
―La vida con una madre anciana nunca ha sido fácil para nadie, Ángela― aseveró el siquiatra ajustándose los lentes sobre el resbaloso tabique.
Vi el reloj. La sesión terminó a las 4:50.