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septiembre 15, 2013

El final de Evangeline Krausse (II)

Se ha ido. De nuevo se ha ido. ¿Hasta cuándo seguirán estas cartas infames? La voz de Matías sale susurrada en la cocina. Echa el agua caliente en su taza de té y repite con un sonsonete quedo “hasta cuándo”. Había leído cada una de las cartas y no se explicaba cómo no percibió ese futuro de obsesión y desquiciamiento. Había conocido a Evangeline en un pub, una noche cualquiera de cervezas tomadas sin control, simple transmisión de fluidos a la par del número de rubias ingeridas. Luego, a la mañana, una ducha, el adiós y punto. Claro, habría que aclarar que la buscó un par de veces. Si bien es cierto, fueron varios los encuentros, pero eso no daba pie para las absurdas esquelas de amor, perfumadas y repletas de superlativos. Él no es un insensible –eso se repite Matías en primera persona, como un mantra. Soy un hombre pragmático, se dice para sí, como queriendo convencerse.
Las cartas caían por el buzón adosado a la fachada en una cesta de mimbre ubicada estratégicamente puertas adentro. La primera no lo sorprendió, pero ya a la décima sintió que no tenía agallas para enfrentar a esa mujer enganchada en el sexo creyendo que había amor. Matías había leído cada carta, incluso había llegado a subrayar algunos párrafos en cada una. Luego las había sujetando hoja por hoja a cada sobre y puestas ordenadamente en una bandeja de cuero como las que están en las oficinas. No pensaba mucho en aquella mujer, aunque ciertamente la había usado como un personaje de su próxima novela. La incluyó en el capítulo III y todavía no sabía qué rumbo iba a tomar. Había pensado en matarla.
La cocina de Matías es sencilla. Un ventanal llena de luz toda la estancia. Afuera el patio con bromelias, un castaño al fondo y un huerto pequeño con albahaca y eneldo. Por allí se cuela la primavera regocijándose entre la madera y la piedra interior. La luz rebota entre los sartenes y las ollas de bronce colgadas en la pared frontal. La estufa de principios de siglo, heredada de su abuela, blanquea los viejos ladrillos a un lado del fregadero. Al centro, la mesa de cedro brillante con dos sillas. La única compañía en ese recinto es su gata Noisette que va y viene continuamente.
Sobre la mesa, Matías coloca la bandeja. Adentro 58 pliegos, 29 cartas engrapadas a sus sobres presionadas por un viejo disco de acero de la sierra eléctrica. Se sienta acercando al tiempo su té tibio. Rasga un borde del sobre y saca la nueva carta. Es una hoja solitaria con tan solo seis líneas escritas en el medio. Es un poema.
Matías sorbe lentamente su té y vuelve a leer aquellas palabras. De repente Noisette entra rápido del patio, afuera comienza a llover. Matías alza la vista y se dirige a la gata: hará frío esta noche, ¿verdad?