Dicen que en su habitación, el visir guarda una lúa
que le perteneció al Cid. En ocasiones, algún criado contó que lo vio yendo a
la torre y cubierta su mano izquierda, la alzaba al cielo y dirigía un exaltado
canto invocando al viento del Norte. No se sabe qué pedía… si era un petitorio
acaso, esa expresión dicha con voz grave, a sabiendas de la preocupación que le
dejaba tener agua y arena en sus propias manos: sus hijos, dos espíritus como
ráfagas, uno como Levante, otro más parecido a Altano. Un constante
desencuentro. Uno, quiere saber sobre el origen del mundo escuchando a sus
tutores seriamente; el otro, solo quiere volar libre sobre el mar y descubrir
nuevas tierras.
Ha ideado el visir una prueba de coraje, un reto que
suponga que sus queridos herederos puedan llegar a acuerdos. Por eso ha
decidido traer al más noble de sus afectos. Lo guarda en otras tierras,
aquellas de salientes rocosas y acantilados milenarios que lo acogen cuando
desea reencontrarse con su origen. Allí lo cuidan con más afecto del que se
puede ordenar.
Llega el emisario con el halcón adorado. Su plumaje
recio, sus miembros robustos, un pico fuerte y cortante, su cabeza cubierta con
una caperuza de cuero con un breve penacho de cuerillo que lo ciega. Será este
rapaz quien decida el destino del linaje del visir. Alzará vuelo, se posará en el
antebrazo escogido y girará su mirada hacia el heredero primero.
(Serie Astrología)