Su oficio le permitía pagar los tributos a su señor.
Trasegaba agua del pozo y la llevaba a los talleres de panaderos y herreros. Al
comienzo sus cuencos eran enormes y ya había comenzado a sufrir su baja
espalda. Luego hizo unos cambios y se quedó con dos cubetas de buen tamaño que
no afectaban su desplazamiento constante. Diligente, iba del pozo a la plaza
conversando con artesanos y comerciantes. Hasta que se dio cuenta que siempre
estaba invitado, sin querer, a solucionar los entuertos de sus interlocutores.
Allí entendió que tenía una habilidad: escuchaba y con atención moderaba cada argumento
emitido dentro de una discusión. Por un momento pensó que le sería más fácil
cobrar por dar consejos que por llevar agua, pues muchos agradecidos le daban
una moneda a cambio de sus dictámenes. Pero también había otros que, testigos
de la reyerta, apostaban a él para constatar sus buenos oficios. Le aseguraban
cuando lo veían venir que iba ser poco capaz de resolver una disputa y así, lo
desafiaban a mejorar cada vez su técnica de dar con el veredicto justo, y le
pagaban por ello.
Sucedió
entonces que el aguador imparcial empezó a cambiar. De ser un hombre risueño y cortés
en un momento, estaba terco y resentido al otro. Había perdido algunos juicios
porque había comenzado a titubear entre lo correcto o lo incorrecto, lo
conveniente o lo inoportuno. Había perdido la emoción de debatir. Fue así que escapándose de sí mismo, y de sus
propias críticas, decidió retomar su oficio seguro: solo llevar agua del pozo a
la plaza.
(Serie Astrología)