En
el monasterio los maitines anuncian el amanecer. La única referencia es la noche y el día, luz
del sol, luz de luna. El tiempo pasa lento. Todos tienen su labor. Algunos
vigilan que se hagan las cosas de manera precisa porque hay monjes
intransigentes, escurridizos en el orden. A él, como a Urano, no le gusta ajustarse a las usanzas de viejos
arcanos. Él es curioso, ha escuchado en la plaza al juglar hablar de otras
tierras y de hombres que juegan con fuego y hacen experimentos en oscuras
habitaciones. A él le gusta innovar,
atreverse. Le han dicho que debe dejar reposar como las oraciones en el ánima
frágil. Es el encargado de las barricas y solo debe numerarlas con su ágil
pulso de tinta. Pero su
genio es otro y ya da muestras de excéntricas prácticas. Él tiene su propia
sintonía, funciona en una frecuencia muy distinta a los demás.
Después del toque del Ángelus, él irá a las bodegas
y seguirá su intuición, no importa cuánto estará arriesgando, pero está conminado
a intentarlo, una fuerza dentro de sí lo impulsa. Va a
llenar de aire el vino, es temerario, incluso le ha puesto nombre a su arte. En
estas horas, para estos tiempos, nadie se hubiera atrevido, pero bajo su
caperuza hierven ideas, quizá nunca lo divulgue, tal vez hasta pudiera dejarlo
asentado en su diario. Está decidido, le va a llamar escanciar.