Mariana
dice que no le gusta ningún color. Ella dice que no tiene color favorito. Pero la verdad es que Mariana
no sabe de colores.
Esta mañana su prima favorita, Estefanía, le
preguntó qué le parecía su nuevo suéter. Uno de lana, de tejido muy cerrado,
con cinco graciosos botones de madera mate. Mariana sintió un calorcito adentro
de sí y solo se encogió de hombros.
― ¡Ay, qué antipática eres Mariana, por lo
menos dime algo…! ― reclamó la niña sacudiéndose el cabello y yéndose con su
pelota a una esquina del patio. Allí, más allá de las matas de mango, se podía
disfrutar del terreno despejado, una alfombra mullida y tibia. La luz de la
mañana era resplandeciente, el cielo tenía ese matiz despejado de los días
posteriores a una lluvia fuerte, la atmósfera estaba pulcra y las nubes, muy
arriba, jugando a las escondidas con el sol.
Mariana se sentía apenada. No pudo decirle nada
de ese suéter tan bonito, con ese color como de chicle bomba. Desde que llegó a
la casa de su tía, vio cómo corría Estefanía a su encuentro enfundada en esa prenda
con color de gelatina. Se abrazaron las primas y Mariana sintió la suavidad del
suéter y pensó que ese color era como terciopelo en noches frías. Se sentía un
poco triste, no podía decir nada. Lo cierto es que ella no sabía los colores. Y
es algo muy raro porque en el colegio desde pequeñita, como a todos los niños,
se los habían enseñado, o al menos eso puede suponerse. El caso, y eso es
definitivo, es que Mariana no se sabe los colores.
Cierta vez estaba su papá haciendo una torta.
La cocina parecía un caos, las mujeres de la casa, es decir, su mamá, su
hermana mayor, su abuela y ella misma, disfrutaban el desorden porque él había
decidido aprender y eso es bueno, como dice el abuelo Ernesto, siempre: “no hay
que temer aprender, para eso vinimos al mundo”. Mariana le dijo a su papá que
ella quería ayudar y se quedó muy cerca viendo todo el proceso, mientras el
resto de las mujeres de su familia entraba y salía para no criticar el desastre
que hacía el pastelero novel.
Fue así que Mariana vio cómo la mantequilla
abandonaba un poco su color y se suavizaba con el azúcar dentro del bol. El
batidor daba vueltas y la mezcla iba tomando una textura como pegajosa. Después
esa crema fue llenándose de un color como el sol con los seis huevos que su
papá agregó adentro. El batidor daba vueltas y vueltas y todo subía y bajaba
haciendo unas olas gruesas. De repente, su papá tomó un frasco pequeño y
Mariana vio cómo caían unas gotitas de un color como el que usa para dibujar
los troncos de los árboles. ― ¿Papi, qué es eso? ― preguntó curiosa. ― Se llama
esencia de vainilla ― respondió el papá al momento de agregar la harina.
Mariana vio entonces cómo ese color algo oscuro empezaba a limpiarse. La
batidora iba mezclando y todo se volvía como algodón, después le echó una taza
de leche y volvió a estar como muy limpia, parecida a la hoja de papel que usa
para colorear.
― ¿Papi, qué sabor va a tener esta torta sin color?
― preguntó Mariana mientras metía su dedito índice en un ladito del bol.
― ¿Sin color? ― repreguntó el papá algo
confundido.
―Bueno… ― empezó a responder algo dubitativo ―
yo creo Marianita que será del color del trigo… la verdad, no sé… recuerda que
esta es mi primera torta… habrá que preguntarle a la abuela, que es la experta―
dijo con algo de vergüenza porque no había podido responder con precisión a la
pregunta de su hija. Y no crean que el papá tampoco sabía de colores. Él sí
sabía, lo que pasaba era que nunca había hecho una torta y eso de colores de
ponqués, no se le daba con facilidad.
―A ver Marianita, mejor vamos a limpiar todo
esto antes de que me regañe tu mamá ― dijo el papá mientras ella echaba al
lavaplatos tres tenedores, un platito, cinco cucharillas, dos espátulas y ocho
recipientes, todos muy sucios.
Estefanía hacía rodar su pelota por el patio,
daba pequeñas carreritas y la pateaba suavemente. Mariana la veía sentada en el
escalón de la terraza. El pelo de Estefanía rebotaba. Sus rulos del color de
las zanahorias brillaban muy bonito y Mariana quería acercarse pero no sabía
cómo hacerlo. Nunca su prima le había dicho antes esa palabra: “antipática”. De
pronto sintió que le acariciaban suavemente su cabeza. Alzó la vista y vio a su
abuelo Ernesto que se ponía en cuclillas para estar a su lado.
― ¿Por qué no juega mi niña? ― preguntó el
anciano con su cara llena de arruguitas suaves.
― Es que Estefanía me dijo antipática y se puso
brava conmigo ― respondió Mariana levantándose para que su abuelo no se
agachara totalmente. Le tomó del antebrazo y se fueron hacia las sillas que
estaban en el solar de la terraza. El abuelo arrastró una silla para que se
sentara Mariana diciéndole: “las damitas primero” y después él se sentó
sonreído.
Siempre el abuelo Ernesto tenía las palabras
justas. Su cara como una pasita del color de la leche condensada provocaba
agarrarla, de hecho eso hacía todas las veces Mariana. Le tomaba cada pequeño
doblez y lo sentía entre sus manos. Era como si se tocara un acordeón, pero
suave y con olor a colonia de abuelos.
― ¿Y se puede saber por qué Estefanía te dijo
esa palabra? ― preguntó con algo de picardía el abuelo. Mariana no sabía qué
decir con exactitud. Lo miró y no respondía. Su abuelo la había acostumbrado a
tomarse un tiempo para pensar. Le había enseñado que las respuestas deben darse
en su momento, evitar los impulsos, porque de lo contrario saldrían palabras
feas, con malos olores. Tomó aire, suspiró y le dijo con vergüenza: ― Es que yo
no sé los colores y no le pude decir lo bonito que es su suéter.
El abuelo se sonrió, parecía que quería reírse,
pero no lo hizo. Comprendió que aquello exigía una revisión inmediata. Debía
ponerse en marcha con una solución a ese problema.
―Mira nietecita linda…― comenzó el abuelo a
hablar ― …cuando no sabemos algo buscamos aprender, ¿ya te lo he dicho, verdad?
― A lo que Mariana asentó con la cabeza con sus ojitos abiertos en la
esplendidez de quien recibe una lección.
―Observa a Estefanía…― dijo el anciano instando
a que juntos detallaran a la niña que estaba distraída mirando el césped con
mucha atención, absorta en algo, alguna novedad que ni Mariana, ni el abuelo
podían saber qué era. La niña estaba encorvada, con las manos en las rodillas algo
flexionadas y la mirada fija en la grama. Su cabello le caía por los costados
de la cara.
― ¿Te parece lindo el suéter de Estefanía? ―
interrogó el abuelo, a lo que Mariana volvió a asentar con la cabeza, pero esta
vez dijo, como en un impulso: ― ¡¿Pero de
qué color es abuelo?!
El abuelo Ernesto supo que debía aprovechar
este momento mágico para recrear los colores frente a los ojos de su nieta
hermosa. Así, como un mago, se acercó a Mariana y le agarró delicadamente la
nariz entre sus dedos, índice y medio, sonrió y le dijo: ― Ha llegado la hora
de que te presente a los colores. A ver… sentadita correctamente ― corrigió el
abuelo la postura de su nieta mientras él se acomodaba también en su silla como
si fueran a presenciar una obra en el patio y comenzó a decir…
― Esta bella casa la construimos tu abuela y yo
hace muchos, muchos años. En ella queríamos tener todos los colores. ¡A
nosotros nos gustan los colores! Cuando compramos el terreno no había nada.
Solo esta extensa alfombra verde, este bello césped que hemos cuidado a lo
largo de toda nuestra vida juntos. Verde se llama el color de la grama, verde
son las hojas de las matas de mango, verde es el color de los ojos de tu
abuela.
Mariana estaba absorta mirando el patio y
viendo cuán verde era.
―Cuando comenzamos a pensar en cómo haríamos la
casa decidimos mantener una extensión grande de terreno que siempre estuviera
bajo el sol. Amarillo es el sol, como amarilla es la alegría que se siente
cuando vemos una margarita, el polen de las caléndulas o… ¡nos comemos un
sabroso cambur! ― rio con ganas el abuelo y Mariana también recordando lo rico
que son los plátanos, los mangos maduros y los duraznos. ¡Todos amarillos!
― ¿Viste mi niña qué bonito está el cielo
ahorita? ― preguntó el abuelo y Mariana miró el cielo y sonrió. ― El cielo es
azul, como las líneas de mi camisa… ¡Mira! ―Y la niña detalló cada liniecita
breve en las mangas y en el frente y dijo entusiasmada: ¡Azul como la tinta del
bolígrafo! ¡Como la franela que usa mi hermano en el colegio! ― ¡Así es! ― dijo
el abuelo dándose cuenta cómo había cambiado la carita de su nieta: antes
entristecida, ahora iluminada porque estaba aprendiendo.
― ¿A ver, a ver? ¿Cuál es la fruta preferida de
Marianita? ― preguntó divertido el anciano buscando todos los trucos posibles
para enseñarle a su nieta lo grandioso de saber los colores.
― ¡La manzana, abuelo! ― dijo entusiasmada.
― La manzana es roja… ¿pero también es…? ―preguntó el abuelo para
comprobar cuánto estaba aprendiendo su nieta. ― ¡Verde y amarilla! ―respondió
Mariana muy alegre dando un salto de la silla y ambos se carcajearon
sonoramente. En eso que estaban riéndose de lo lindo vieron acercarse a
Estefanía con cara de sorpresa. El abuelo Ernesto aprovechó y dijo con voz más
fuerte: ― ¡Y aquí viene mi otra nieta linda, la del cabello anaranjado como las
mandarinas!
― ¡Y como la auyama que cocina la abuela! ―
acertó Mariana visiblemente feliz por su hallazgo de dar con los colores. Estefanía
no entendía nada pero sonrió porque era un contagio de alegría estar allí. ― ¿Por qué se están riendo tanto? ― preguntó
curiosa mientras se sentaba en las piernas del abuelo y veía cómo saltaba
Mariana en un pie, a lo que esta respondió regocijada: ― ¡Porque ya me sé los
colores! ¡Yujuuuuu!
De pronto el abuelo tosió falsamente como
aclarándose la garganta y le dijo a Estefanía con una voz peculiar imitando el
acento francés: ― Oh la la! ¡Qué
lindo tu suéter, mon cherie! ― se
volteó hacia Mariana y dijo alegremente: el suéter de Estefanía es… ¡de color
lila! ― y allí Mariana saltó de alegría y se acercó frenética a Estefanía y le
dijo: ―Me gusta mucho, mucho, muchísimo tu suéter de color lila!
Las primas se abrazaron sobre las piernas del
abuelo que les decía que lo iban a tumbar de la silla y rieron todos felices,
pero más Mariana que estaba ya segura, segurísima, de que no iba a olvidarse
nunca más de los colores.