Era el día del solsticio. Adentro, en el bosque, las
sacerdotisas se preparaban para sus ritos. Ella había guardado su capa, su
pequeña bolsa estaba vacía; no hacían falta yerbas, gemas o pócimas. Tenía una
misión y la iba a cumplir desde su castillo. Encumbrado en una pequeña ladera,
estaba rodeado de florestas; el río a pocos kilómetros dejaba escuchar su caudal
constante vibrando entre las piedras. A la hora que ella sabía posible, debía
subir a lo más alto, y desde allí, solo tenía que invocar el prodigio para el
cual estaba llamada.
Mientras subía las escaleras hacia la torre
principal llevaba una pequeña antorcha que alumbraba tímidamente las paredes
reflejando formas extrañas y hacía refulgir el medallón con el cangrejo de
plata que colgaba de su pecho. Afuera, ya en el pináculo de la torre, bajo el
manto negro de la noche comenzó a caminar diciendo unas palabras como cantos
susurrados. El tiempo era templado; el viento, una caricia; el cielo sin nubes.
Se acercó al extremo norte y de repente con su mano izquierda lanzó la antorcha
hacia arriba, cual malabarista experta, al momento que se arrancaba el medallón
y lo dirigía certera al centro del fuego que iba dando círculos por el aire. Así,
el prodigio se hizo, en la vuelta final bajó un luminoso balón hasta las manos
de la sacerdotisa madre y de allí lo arrojó con ambos brazos extendidos hacia
la mitad del cielo despejado para que comenzara su viaje cada veintinueve días.