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junio 22, 2015

Cáncer

Era el día del solsticio. Adentro, en el bosque, las sacerdotisas se preparaban para sus ritos. Ella había guardado su capa, su pequeña bolsa estaba vacía; no hacían falta yerbas, gemas o pócimas. Tenía una misión y la iba a cumplir desde su castillo. Encumbrado en una pequeña ladera, estaba rodeado de florestas; el río a pocos kilómetros dejaba escuchar su caudal constante vibrando entre las piedras. A la hora que ella sabía posible, debía subir a lo más alto, y desde allí, solo tenía que invocar el prodigio para el cual estaba llamada.

Mientras subía las escaleras hacia la torre principal llevaba una pequeña antorcha que alumbraba tímidamente las paredes reflejando formas extrañas y hacía refulgir el medallón con el cangrejo de plata que colgaba de su pecho. Afuera, ya en el pináculo de la torre, bajo el manto negro de la noche comenzó a caminar diciendo unas palabras como cantos susurrados. El tiempo era templado; el viento, una caricia; el cielo sin nubes. Se acercó al extremo norte y de repente con su mano izquierda lanzó la antorcha hacia arriba, cual malabarista experta, al momento que se arrancaba el medallón y lo dirigía certera al centro del fuego que iba dando círculos por el aire. Así, el prodigio se hizo, en la vuelta final bajó un luminoso balón hasta las manos de la sacerdotisa madre y de allí lo arrojó con ambos brazos extendidos hacia la mitad del cielo despejado para que comenzara su viaje cada veintinueve días.