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octubre 18, 2017

TOC


La suerte favorece sólo a la mente preparada. Isaac Asimov


Nunca pensó en la suerte. De hecho, creía que las cartas estarían marcadas, no obstante se atrevió a continuar con su deseo.

Esa tarde se vistió con lentitud luego de darse un baño de tres minutos. Su agobio se colaba a través de su respiración, sibilante como la de los asmáticos. Había llegado la noche anterior. Se despertó pasado el mediodía, tenía el cuerpo muy cansado. Ahora, al final de la tarde se preparaba a cumplir su sueño: jugar en el casino más importante del mundo.

Sentado en la cama, se puso primero las medias, luego tomó el pantalón doblado en el tiro y lo sacudió vigorosamente. Zapatos a la derecha; camisa, corbata, cinturón y saco alineados a la izquierda. Aquel orden pautaba sus actos y sus movimientos parecían casi un ritual. Ya listo, pasó sus manos con suavidad por su cabello ralo. Tomó de la mesita de noche los billetes fijos en el clip, la tarjeta magnética, el pasaporte y un pequeño pañuelo blanco. Caminó hacia la puerta de salida de su habitación, se detuvo un instante, luego de contar hasta quince, apagó la luz de la magnífica lámpara de cristal y giró con la mano izquierda la manija. Partió hacia el casino.



En el hall del hotel dos mujeres y un anciano reían con escándalo; el botones se acomodaba el corbatín y Adolfo en tres zancadas ya estaba con el brazo extendido intentando abrirse paso hacia la puerta giratoria. Afuera, la noche brillaba tras el millar de juego de luces. Las veredas exudaban múltiples fragancias tras los paseantes, risueños buscadores de fortuna. Todo bullía en un compás diferente del que estaba acostumbrado este infeliz dueño de relojería. Casi 650 kilómetros separaban su mundo de esa atmósfera boyante que se respiraba en Montecarlo. Las fuentes incansables; las limusinas yendo y viniendo en una sucesión continua y Adolfo Wetz, que por momentos suspiraba en camino hacia aquella magistral entrada barroca. Más allá de las cariátides y los bajorrelieves, el ingreso al salón le parecía muy lento. La parsimonia del personal le incomodaba en extremo. Él no estaba dispuesto a perder mucho tiempo, al menos eso no estaba en su plan.

Adentro el salón estaba repleto. La magnificencia de sus espacios, las siluetas semidesnudas de los techos, los candelabros bellísimos y la organizada disposición de las mesas era más de lo que había producido su fantasía. Le pareció un microcosmos de razas y atavíos a lo cual se le sumaba cierto donaire en las maneras de la gente. Un olor impreciso entre desinfectante, madera y cítricos danzaba en el ambiente. Adolfo vio en panorámica ese espectáculo de adrenalina que batían dados y lanzaban naipes. Caminó como autómata hacia una mesa en particular. A la izquierda, su destino giratorio lo veía más grande y más dorado que en sueños. Parecía que esta realidad la percibía como a través de un cristal de zafiro.

La ruleta estaba con al menos veinte personas. El croupier principal, un hombre en sus treinta, repetía con tono maquinal sujetando firme el pequeño rastrillo: Faites vos jeux… Les jeux sont fait… Rien ne va plus. A Adolfo se le asemejaba una máquina de tragamonedas, pero al revés. El otro croupier, de edad imprecisa, parecía un reflejo. El jefe de mesa observaba con atención cada movimiento desplegado sobre el paño verde. Adolfo, los primeros minutos, intentó ubicarse en la esquina. Ya a los veinte, estaba algo más cerca del centro de la mesa. No quería ser un simple espectador, no había venido a eso. Su anhelo estaba en sentirse parte de ese mecanismo exacto de perder de forma sucesiva y ganar en un simple giro: desgracia o felicidad total vista desde un bisel giratorio rojinegro.

Tras algo más de tres horas, las apuestas eran movidas como cuerdas de corona. Las 37 casillas estaban vestidas solemnes esperando el vuelco de una vida. El monto: un millón de euros, alarma para incautos. Adolfo seguía jugando a lo tier, enfocado en sus seis piezas, ansioso en ese autocontrol férreo que se infligía. La pequeña bolita de marfil se detuvo en el número 10 y un murmullo quejumbroso proveniente de dos parejas de asiáticos sacó a Adolfo de su concentración. Le miró las caras, entre sonreídas y avergonzadas. De pronto, una anciana sentada al frente dijo: luck is fickle. Las mujeres se miraron confusas y los hombres comentaron algo en su lengua. Adolfo pareció escuchar más ronca aún su propia respiración. Hizo conciencia de ello y se aquietó brevemente tal como los sabuesos para captar mejor un sonido. Era como si una locomotora comenzara a moverse. En ese instante, la imagen de Eva, la mesa de la cocina y aquellos espárragos tirados en el piso le revolvieron el estertor de viejas pasiones. La primavera, la amiga confidente, la amante espléndida y varias copas de vino fueron las culpables del arrebato. Era curioso, para él la fortuna siempre le había sonreído, sin embargo nunca se había permitido el amor. Eva se había quedado en el recuerdo tan solo. Él nunca quiso ir más allá a pesar de advertir todas las señales que sí era el hombre de la vida de ella. Eva jadeante, Eva llorosa. Las evocaciones saltaban cual las olas del mediterráneo de aquella casa de las afueras, pero ya no tenía veinte años, sino sesenta cumplidos: era un simple reloj de péndola.

Su memoria le gastaba bromas pesadas. Se paseó por la casa de sus padres, la calle del mercado. Su local, antiguo y reconocido; sus preciadas piezas del siglo XVIII; el daguerrotipo del abuelo Èmile; su caja de herramientas, el escritorio con las cartas sin abrir. Sintió la furia aparecer con ese recuerdo; no podía dejarse llevar por las trampas del inconsciente. Él, muelle real, debía mantenerse sincronizado con la estrategia de juego; total era su único sueño posible. Era tarde y Adolfo no olvidaba el ritmo de las manecillas. Mientras, Nix había avanzado en sus horas junto a su hija Ker, ambas esperando el golpe de suerte.

Adolfo se sintió cansado de tanta presión. Se decidió. Tomó el resto del lote de fichas que había comprado. Las colocó sobre el tapete. No quería hacer una apuesta de tercio, ni cheval, ni de sexta. Decidió jugar impar y apostó al 11. Tomó el pañuelo de su bolsillo y se limpió las manos con cuidado.
Las calles todavía no dejan la pereza de la juerga de la noche. Solamente los barrenderos están bajo ese cielo azulísimo. Las tiendas del Cercle d’Or muestran la vida apetecible, cerrada a esa hora de la mañana. La vida en Montecarlo parece inmune a lo tétrico.
El asistente del piso asegura que lo vio dirigirse a la taquilla con su bolsa de fichas, sonriendo tímido tras los aplausos corteses de los asistentes. Las mujeres de traje largo suspiraban al pensar cómo podría gastarse esa cantidad de dinero. Los corbatines de los caballeros se ajustaban en cuellos envidiosos. Unos minutos después, por la ventanilla, el cajero deslizó con ambas manos el preciado sobre. En un impulso fallido Adolfo extendió su derecha, corrigiéndose de inmediato. Sudó con profusión. Ese desliz no podía permitírselo. Una rubia anfitriona indicó que Adolfo caminó hacia la salida, muy rígido, sacudiendo rítmicamente su mano derecha, junto a dos guardias de seguridad del casino. Era como si fuera contando sus pasos, señaló curiosa. En verdad era su ritmo: horquilla, rueda de escape, tictac.
En la habitación 74 del hotel Mirabeau sobre la mesita izquierda: 980 mil euros en un sobre, una nota de media cuartilla con la firma de Adolfo Wetz y una ficha negra del Casino de Montecarlo bajo un pedazo de papel con el nombre de Eva Apelhanz. La mucama encontró el cuerpo del respetado joyero francés ahorcado con los dos listones de amarre de las cortinas, suspendido inerte bajo el círculo de la lámpara de lágrimas de cristal. La hora local: 11:11 am.