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diciembre 06, 2017

La mesa herida

Fela terminó de aspirar la alfombra del cuarto de huéspedes. Repasó con la vista la impoluta cama, las cortinas corridas ajustadas al milímetro de un paño a otro, la silla a distancia de la mesa auxiliar, el armario abierto con la bolsita de sachet de lavanda colgada en una esquina. Todo en orden, todo correcto como le gustaba a Mme. Elianne. Apagó la lámpara y cerró despacio dando una sola vuelta a la llave. Solo le faltaba revisar, por última vez, el estudio de M. Franz.

Caminó hacia el corredor con la aspiradora alzada un poco para no rayar el piso de mármol ya limpio, Fela sonrió al ver el juego de rayos que entraba por el tragaluz jugueteando entre las vetas grisáceas. Se detuvo un momento para admirar la magia lumínica que se desprendía del vidrio biselado a lo largo de ese estrecho paso, miles de liniecitas resplandecientes que aparecían gracias al sol de verano. Hoy se despedía de esta casa, y sobre todo, de este espacio hermoso. Hizo un gesto de aprobación con la cabeza y siguió en movimiento hasta llegar a la puerta blanca.

Tomó la llave pintada de blanco y entró al espacio privado de M. Franz: un perfecto cuadrado con dos ventanales enormes enfrentados de derecha a izquierda donde la luz inunda la habitación. Él es un obsesionado con el blanco, todo lo que es de su uso exclusivo debe ser de ese color: el escritorio, la lámpara de lectura y la silla, la laptop, el ratón y las hojas apiladas en una bandeja de metal, los estantes de la biblioteca y la escalera móvil. Todo albo.

No hay persianas ni cortinas. Durante el día puede disfrutarse de la vista al jardín. Afuera todo verde, multicolores las flores, la vida vegetal creciendo. Adentro la quietud solo alterada por algún canto de jilguero. Es el recinto perfecto para leer y los libros ocupan las paredes contiguas a la puerta, de techo a piso.

A Fela le gustaba el estudio de M. Franz con la única excepción de esa pintura perturbadora que aparece chocando las pupilas iluminadas justo al abrir la puerta. Allí ocupando buena parte de la blanca pared está la escena del enorme cuadro tras un cortinaje como de representación teatral. El foco está en la mesa manchada de sangre con piernas humanas desolladas sustituyendo las patas usuales. Al centro una mujer de cejas profusas con falda sangrante y un brazo como artilugio metálico. Un ser a la izquierda, especie de espantapájaros con cabeza mínima, pareciera contenerla entre brazos fuertes que se posan en la mesa. A la derecha de la mujer, un esqueleto con piernas de madera y una sonrisa dibujada le toma una porción del largo cabello mientras un ciervo joven parece mirar al espectador sorprendido. Al costado izquierdo de la escena un par de niños en absoluto contraste con ese surrealismo de sangre por doquier, quizá hecho durante un rapto de dolor o tan solo como la muestra de una pesadilla que se hizo pintura.

Fela contenía el aliento mientras miraba el cuadro. No podía decir que le gustaba lo que veía, pero algo le hablaba en susurros de la inconsistencia del amor, del arte del sufrimiento. De repente un portazo la sacó de su embeleso, ya era tiempo de irse. Le esperaba otra casa, otra familia, otras historias ocultas que nunca estarían en libro alguno.