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marzo 01, 2018

La marca del sumotori

A las 11 menos cuarto, eso respondió la mucama. Nadie podía saber mejor que ella la hora cuando fue descubierto el cuerpo.

Ante el asombro del Concierge y de todos en el hotel, el deceso del hombre había pasado desapercibido todo el día previo. Bajo la responsabilidad del gerente de servicios internos estaba la respuesta de porqué no se había limpiado esa habitación el día anterior. Cabe destacar que todos los turnos estaban completos, por lo tanto, no había excusa posible de falta de personal. El hecho era que había un hombre tirado en la alfombra de la habitación 40 de ese afamado hotel.

Con la noticia regada por la ciudad, el lobby era un caos: periodistas, policías y curiosos se agolpaban en la recepción esperando saber mayores detalles de esa mole de 6'4 y 491 libras inertes. Contra todo pronóstico los forenses no tenían suficiente fuerza para darle vuelta al occiso. Eran dos expertos de estatura media que solo se destacaban por sus enormes ojeras. Ambos flacos, ambos orejudos, ambos con cara de hambre y bajo salario. Contraste notable del que yacía en toda su humanidad sobre la alfombra beige con diseño de artista japonés.

De Japón curiosamente era el muerto. Un famoso sumotori que había llegado hacía una semana a la ciudad para participar en un evento benéfico patrocinado por la embajada.

En los corredores del Kimpton Ink48 todo era un chismorreo. Se hablaba de lo que había pedido a la habitación cuando llegó pasada la medianoche del sábado. Todo era exageración, todo sonaba hiperbólico. Durante la semana solo se hablaba de él. Los recepcionistas, los meseros, el sous chef, las camareras, todos hablaban de "el gordo" con una familiaridad casi vergonzosa. No había que olvidar que era la mañana del lunes y ante las circunstancias era necesario dirigirse con respeto, al menos.  

Entre la 1 y 2 de la tarde buscaban todavía cómo hacer para levantar el cadáver. Hacía frío en la ciudad y los atolladeros del tráfico no disminuían. La furgoneta del servicio médico forense estaba en camino con tres hombres fornidos: el experto en dactiloscopia, el odontólogo y el histopatólogo interino. Habría que seguir esperando. Mientras tanto las especulaciones sobre las causas de la muerte se disparaban como apuestas. Hasta los huéspedes estaban atentos a las últimas noticias sobre el deceso, aunque el cotilleo estaba más presente en las cantidades de toallas que pidió le subieran al cuarto; la docena de huevos que comía para desayunar junto a la media libra de arroz que encargaba al restaurante de la calle 42.

Para la mucama que le tocó el infortunio de descubrir la humanidad desbordada de Akihiko Ashimoto desnudo, boca abajo y con el largo cabello dispuesto como una onda sobre su espalda, las preguntas eran incómodas. No, había el desorden usual. Sí, la puerta estaba cerrada. No, no toqué nada.  

Por alguna curiosa razón la mujer solo llamó dos veces de las acostumbradas seis, introdujo la tarjeta maestra y se encaminó hacia el centro de la habitación. Allí dio un grito y, quizá, un salto hacia atrás al casi chocar con los pies del occiso. De inmediato salió corriendo y avisó a su superior por el radio transmisor ubicado en el cuarto de aseo del piso.

Según los testigos, la noche anterior el señor Ashimoto había llegado con un acompañante cerca de las 10 de la noche. Al botones -que dijo que estaba saliendo de su turno- le pareció curiosa la vestimenta de la persona que caminaba al lado de "el gordo". Era alguien con un conjunto de pantalón y chaqueta muy holgado, como si fuese de otra persona, además llevaba puesta la capucha, por lo que no se le podía ver la cara. Muy raro...
   
Sin embargo cuando llegaron la mucama, los agentes de seguridad y el gerente a la habitación no vieron rastro de algún acompañante. Posteriormente en el video del acceso al ascensor desde el lobby y luego en el del piso 4 se podía constatar al huésped asiático caminando parsimonioso junto a alguien con capucha y largos pantalones que arrastraban el piso.

Sobre las tres de la tarde finalmente pudieron darle vuelta al cuerpo. Se destacaban dos elementos: la sonrisa rígida como la de un enorme muñeco de juguetería y el tatuaje de una boca con labios rojísimos cerca de su pelvis. La imagen de la mole en rigor mortis quedó impresa en la foto del patólogo.

Lo curioso fue que tras llevarse el cuerpo quedó una silueta aceitosa en la alfombra: el enorme contorno del muerto había dejado su marca para siempre.