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mayo 20, 2018

La asesina del sumotori

Hacia las 2:30 de la tarde le dijeron que se presentara. Llegó puntual. Se bajó de un taxi y caminó con firmeza desde la entrada en dirección al bar. Ella conocía el lugar muy bien.

Ante el desparpajo de su actitud, sin sonrisa ni agradecimiento, el botones que con cortesía le había abierto la puerta hizo una mueca desaprobatoria. A esa hora del miércoles el hotel todavía estaba aquietado. En el Kimpton Ink48 nadie la reconoció aunque ella era una visitante habitual, maestra de las personificaciones. Esta vez el atuendo distaba mucho de los usuales: llevaba un vestido rojo largo, suelto; sandalias bajas, un clutch dorado. Su largo cabello sometido en una crizneja, sin aretes y con unos enormes lentes violeta. La boca pintada apenas con un brillo rosado, sus ojos, eso sí, destacaban bajo el maquillaje dramático: dos perlas negrísimas resaltadas por una sombra lila iridiscente.

Se acercó a un extremo de la barra donde la esperaban dos hombres con rasgos asiáticos: uno sentado, de bajo tamaño con lentes redondos y traje, y el otro, de pie, alto y fornido con una chaqueta de los Lakers que le quedaba justa. Ella saludó en cantonés, adelantó su mano y apretó con firmeza la derecha de cada uno de ellos. Se sentó y ante la llegada del barman pidió un Lychee Saketini. Los hombres tenían frente a sí dos vasos de Jack Daniels.

Habían acordado que el pago iba a ser de $10,000 pero al final exigió un aumento. No va a ser fácil pasar desapercibida con esa mole... Ya saben que será pulcro y en menos de dos semanas, así que deben pagarme más. Los hombres sabían que ella no alardeaba, los contactos en Macao la habían investigado muy bien. Sus palabras eran suficientes. 

Llegó el barman con el cóctel, primero ella dio un discreto sorbo, paladeó agradada y luego dio un trago prolongado. El hombre más alto miró al pequeño con una media sonrisa. Sacó un sobre rojo del lado derecho de su chaqueta y otro, de color blanco, del bolsillo izquierdo. Ella tomó cada sobre y los guardó en su bolso de mano. Dio un último sorbo a su bebida. Bajo la fría mirada del par de sujetos, hizo una leve reverencia con su cabeza y se levantó. Hasta esa tarde ella ya llevaba en su cuenta más de $40,000. Al terminar este trabajo pensaba desaparecerse por dos meses en Sudamérica. Ella soñaba con conocer Rio de Janeiro, Bariloche y Punta del Este. Se merecía unas vacaciones.


Akihiko Ashimoto sonreía como niño. El contacto le aseguró discreción. Era su primera vez con una geisha ¡y en la Gran Manzana! Estaba en América sintiéndose como una verdadera celebridad. El sujeto le dijo que lo buscaría a las 9 para que estuviera con ella. Le advirtió que solo sería por dos horas, él aceptó con gusto.

Ashimoto, el sumotori Yokozuna del año, había llegado hacía apenas dos días y su representante desde Tokio le había conseguido las entrevistas para los diarios de prestigio, el agasajo en la casa del embajador y el chofer que lo iba a trasladar por la ciudad, pero no se esperaba esta sorpresa: tener una genuina dama de compañía. La verdad le causó algo de extrañeza, pero pudo más su fantasía juvenil que su suspicacia de adulto.

Cuando regresó al hotel cerca de la medianoche del sábado le solicitó al Concierge le subiera a la habitación 6 botellas de cerveza y le consiguiera un plato de Chankonabe. Se le veía feliz, sin embargo se había quedado con muchas expectativas de ese encuentro, deseaba que se repitiera. Ya en la habitación decidió llamar a quien le había contactado y le pidió un nuevo encuentro con la geisha. La voz le respondió que iba a hacer algo inusual: iba a darle el número de teléfono de ella. Akihiko sonrió pleno y le dio las gracias repetidas veces. 


Ashimoto no podía estar más ansioso. Llevaba 4 días intentando comunicarse con ella y esta le respondía que no podía hablar. Finalmente la mañana del viernes ella le dijo que se verían por más horas esta vez. Ella planificó el encuentro para las 9 de la noche del domingo. El sumotori estaba muy exaltado, ni siquiera cuando estaba luchando por la Copa del Emperador se sintió de esa manera.

La mañana del domingo ella recibió el uniforme completo y la tarjeta. Ahora debía ir al hotel para iniciar su plan. Ya tenía listo el vestuario y la performance de su acto para la noche. Tomó el morral preparado y salió. Llegó al lobby del Kimpton Ink48 y preguntó por la habitación de la señora Madison. Tengo una cita con ella, soy su manicurista. 

Tomó el ascensor, pulsó el piso 4. Llegó al corredor, subrepticiamente constató la posición de la cámara del techo y se dirigió a la habitación 41. Con su morral en su hombro izquierdo, se acercó a la puerta y pretendió tocar. Con disimulo tomó la tarjeta que tenía oculta en la pretina del pantalón y abrió la puerta, empujándola leve con sus dedos. Hizo un saludo con la cabeza como quien es recibido por alguien y entró al cuarto. 

Pasada una hora ella salió de la habitación siguiendo el mismo juego inicial de pretensiones: se quedó en la puerta, movió su cabeza de un lado a otro como hablando con alguien, levantó la mano en señal de despedida y cerró la puerta. Esta vez su morral iba ligero.

A las 9:15 de la noche cuando Akihiko la buscó con su chofer se sorprendió de la ropa que llevaba puesta: un conjunto muy holgado de pantalón y chaqueta con capucha, parecía una cantante de Trap o Hip-hop. Eso le dijo bromeando al subirse a la camioneta. Ella lo besó de improviso. Este hombre enorme se enrojeció como un niño con su primer beso y sintió desbocado su corazón. Ella se apartó hacia la ventanilla y lo dejó aun más sorprendido. El ganador de múltiples torneos no sabía qué hacer, qué decir. Ella le indicó al chofer que irían al hotel donde se hospedaba el sumotori. Ashimoto estaba paralizado, ¿acaso había recibido un golpe mortal de amor?

Frente al hotel él salió con sus 491 libras repletas de galantería y le abrió la puerta. Ella esperó, se puso la capucha, tomó su mini bag Gucci y le guiñó un ojo coqueta al salir. Akihiko sonreía espléndido y ni siquiera se percató del saludo del botones que iba fuera de su turno.

Entraron casi con parsimonia, ella manteniendo el paso bamboleante de él. Ella se dejó guiar hacia el ascensor. Allí lo miraba muy seria. Él tocó el botón del piso 4; sintió la sensación de ir a un combate, excitado y a la vez nervioso, rendido ante los juegos de seducción de esta bella mujer que lo atraía muy fuerte.

Al llegar al piso ella se sintió en total control de la situación. El encuentro final del Yokozuna Akihiko iba a comenzar muy lejos del dohyo

Para empezar su labor ella le indicó que se sentara en el borde de la cama. Ella se quitó el suéter con la capucha y el largo pantalón mientras él se despojaba de su habitual yukata. Él abrió los ojos sorprendido. Bajo esa vestimenta holgada estaba ella vestida como una mucama. Ella tomó su móvil del bolsillo del suéter y empezó un sonido de tambores. Ajustó el volumen mientras movía sus caderas como bailarina tahitiana. Akihiko descubriría de repente (y algo tarde para él) el placer del juego de roles. 

Por momentos ella se acercaba seductora, después se alejaba haciendo gestos con su boca y manos. Iba de un lado a otro moviéndose sexy. En un momento dado fue hasta la mesa donde había dejado su bolso y sacó un frasco. Lo destapó, se subió a la cama y dejó caer el contenido aceitoso en la cabellera de él. Akihiko reconoció el olor del bintzuke, sonrió. Su erección era poco perceptible en contraste con su respiración entrecortada y sibilante. Por un momento Akihiko quiso agarrarla por una pierna pero ella se le escurrió con rapidez. Él deseoso, ella cauta.

Todo tiene su tiempo, espera... Desde su coronilla fluía el líquido. El sumotori no paraba de sonreír. No estaba preparado para esta sesión de viscosa sensualidad. Ella le esparcía el contenido de la botella en toda la extensión de sus 6'4 de estatura. Cabe decir que él se encargaba de distribuirlo por sus brazos y abultado abdomen con un disfrute que no había conocido antes. Acariciarse a sí mismo lo estaba percibiendo como algo extraordinario. Con la música hipnotizante este sensualismo -nunca antes sentido por él- era fascinante.  

Ella se le acercó al oído y le susurró algo. Él extasiado se levantó y con algo de dificultad se puso de rodillas en la alfombra. Ella continuó vaciándole el aceite por su espalda y piernas. La percusión seguía sonando, insistente, contagiosa. Ella sabía que debía esperar un poco más, la tetrodotoxina tomaría cerca de 20 minutos en empezar su efecto.


Akihiko primero sintió un leve escozor en su garganta. Acto seguido un cosquilleo en sus miembros inferiores y después una rigidez en todos sus músculos. Se desplomó de frente casi sin darse cuenta, ya sus neuronas estaban en shock. Caíste rendido ante el poder del fugu, un pez tan gordo como tú.

Ella apagó la música, tomó el frasco vacío, lo tapó y lo guardó junto con el móvil en su bolso. Agarró una toallita del baño y casi con ternura le tomó el cabello al sumotori inerte y se lo dispuso como una onda sobre su amplia espalda, una manera de firmar el trabajo concluido. 

Bajo la cama tomó dos toallas grandes y una amplia cartera que contenía un vestido largo de flores que había guardado en la visita que hizo desde la habitación contigua una semana atrás. Dentro de la cartera metió el mini bag y la envolvió en una toalla. Dobló el pantalón y el suéter en su mínima posibilidad y los puso entre la otra. Todo quedó ordenado sobre la mesa. Encendió el televisor y se metió entre las sábanas. Ahora le tocaba esperar la revisión de las camareras en la mañana. Puso la alarma a las 7:30.


Según el sonido de las puertas podía saber cuándo la mucama del piso salía y entraba de una habitación a otra. Solo debía esperar los próximos 10 minutos. Allí aprovecharía para salir. Sin apuro se ajustó el cabello frente al espejo. Sobre la alfombra quedaba sin vida su encargo: un pedido con una larga historia de venganza.

Escuchó el portazo primero, luego el sonido de las rueditas del carro de limpieza, después el clic accionando la apertura de la cerradura de la habitación de al lado. Miró rápido el desorden esperado en una habitación de hotel, tomó el paquete de toallas y abrió la puerta con naturalidad. Cerró tras de sí y salió ecuánime hacia el cuarto de aseo. Allí botó el pantalón y la capucha. Salió de nuevo al corredor rumbo a las escaleras. Bajó dos pisos, tomó el ascensor y pulsó el piso 10. Rauda se sacó el uniforme y se puso el vestido. Dobló la toalla, guardó el traje; se soltó el cabello, sacó un par de lentes y se aplicó un labial rojo. Al llegar al piso indicado marcó Lobby.

Salió del ascensor caminando lento mientras pretendía hablar por teléfono en francés. El Concierge de turno le dio los buenos días. Ella respondió con una amplia sonrisa. Ya estaban por empezar sus vacaciones soñadas.