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agosto 25, 2018

Esa mujer

Lleva cuatro horas en fila esa mujer. Sus pies están abultados, la piel parece rebasarse entre medio de las tiritas de las sandalias. Aunque ella es delgada, sobresalen hinchados dándole un aspecto preocupante para quien los observa. Cada dedo es un pequeño choricillo. Las uñas están pintadas de un rojo desleído, por lo visto la pedicura no es reciente. Los talones resecos muestran unas pequeñas marcas en el borde como minúsculos tajitos de piel estirada y abierta. A lo largo del costado plantar, miles de rayitas blancas semejan sucesivos juegos de la vieja o tres en línea. La piel de ella es morena, mate y está algo descamada.

Esa mujer alterna su peso en cada pie, estira cada pierna hacia adelante, luego las flexiona hacia atrás como si quisiera llevarlas a su trasero. Se lleva sus manos a la cintura y de allí a la baja espalda, topa atrás sus dedos gordos, la franela se le adhiere a la piel sudada, se arquea leve hacia atrás mientras su mirada se pierde en el cielo. Con el estirón da un resoplido insonoro. Vuelve a su posición. Hace un amague de querer ponerse en cuclillas, pero, tal vez, el jean que usa le resulta incómodo o sea incapaz de reincorporarse una vez baje hasta sus tobillos. El cansancio le debe estar entumeciendo cada miembro de su cuerpo. 

Miro mi reloj: 1:45, el sol aprieta y la larga fila de hombres y mujeres crece cada minuto frente a mí. Entre esa variopinta cadena humana, unos usan gorras, otros se tapan con algún cartón rescatado de la basura apilada a un costado del supermercado. Algunas mujeres mayores sacan sus paraguas a modo de sombrilla. Hay, al menos, tres madres con niños pequeños en brazos sentadas sobre un pequeño muro que era una amplia jardinera, ahora solo con tierra vieja y convertida en tiradero de desperdicios de la gente inconsciente. Mientras, esa mujer se mantiene estoica. Solo las marcas de las equis sucesivas que hace el cuero sobre su piel muestran el tiempo transcurrido: una espera tediosa donde nada que mueva a la acción ha pasado. Quisiera ofrecerle un pequeño posapié que tengo dentro del quiosco, pero es muy bajo y ella, quizá, no quiera sentarse y estar tan cerca del suelo hirviente. 

Yo me estoy secando dentro de esta caja de hierro y acero galvanizado. Siento evaporarme casi sobre el taburete tras el reducido mostrador. Tengo apenas seis ejemplares de los periódicos oficiales y tres del único vespertino con voz disidente que queda. Dos de los cuatro estantes para golosinas están con los productos más baratos del mercado y me queda solo un rack de cajetillas de cigarrillos que saco de las cajas y vendo detallados. Total, el vicio se hace cada vez más caro y la gente prefiere un caramelo que le sube el azúcar a tener que sufrir el recuerdo de un cafecito que disfrutaba entre sorbo y aspiración. 

Al inicio con este quiosco siempre ofrecía un termo con el negrito preferido de los fumadores: concentrado, caliente y muy azucarado. Tenía una nevera pequeña repleta de gaseosas y agua que me había dado en consignación la marca de alimentos más popular del país. Recuerdo la mañana cuando me la trajeron, hicieron una conexión al poste de luz, instalaron un pequeño ventilador en el techo, una regleta a un costado interior donde podía cargar mi móvil y conectaron dos lámparas laterales internas. Podía tener luz, aire, conexión telefónica. Fue la completa novedad en la cuadra; un lujo, me decían los gerentes del supermercado. Hasta brindamos los técnicos, el supervisor de la compañía, la curiosa conserje del edificio del frente y yo. 

Vendía múltiples revistas, ofrecía a diario la variedad de la prensa libre. Tenía una pequeña cartelera donde los vecinos pegaban avisos de servicios a la comunidad. Contaba con dos estantes repletos de libros usados con un cartel que decía: “Trueque de sorpresas: tome uno, ponga otro”. Compartía alegre con un centenar de parroquianos tanto cultos como afectuosos. Había resuelto mi situación de profesor venido a menos, de hecho ganaba más: no tenía que aguantarme el salario docente de hambre, ni los alumnos ignorantes replicadores de consignas desfasadas, ni la mala administración institucional. Además había sido una bendición conseguir este quiosco, casi regalado, después de recuperarme del infarto que había sufrido cuando me asaltaron saliendo de mis clases nocturnas.

Cuando empecé con mi quiosco tenía un orificio de bala cerrado, un corazón con ganas de vivir y muchos deseos de aportar algo más en mi nueva ocupación. Disfrutaba de un grupo selecto de clientes, académicos y militares retirados que venían puntuales a conversar entre las cuatro y cinco de la tarde. Discutíamos sobre teoría económica, mercados en alza, partidos políticos nacionales y política internacional. Me visitaban con frecuencia colegas, incluso alguna vez atendí a varios exalumnos, de los aplicados y juiciosos, esos que comenzaron a salir del país en desbandada.

Hoy desde las afueras de mi -ahora- tarantín , miro a las más de ochenta personas que esperan por la llegada de leche, harina, huevos o quién sabe qué producto puedan obtener. Algunas conversan a voz baja, otras van y vienen, cuidando su puesto en la línea mientras se turnan para apaciguar el sol bajo un frondoso samán en una plazoleta contigua al supermercado. Almas detenidas en una fila que zigzaguea bajo el sol de esta capital tropical caldeada de arengas, mentiras y muertes como partes de guerra. Hileras de desanimados que se reproducen en cada ciudad a lo largo de la nación donde el hambre sigue haciendo estragos año tras año. 

Esa mujer continúa en el mismo segmento. No se ha movido ni un centímetro. Levanta su brazo derecho, se tapa por un instante el rostro como si fuese una larga visera de carne. Su expresión entre iracunda y frustrada le afea los rasgos. Se quita el sudor con el dorso de su mano, se seca de la franela humedecida bajo los 32 grados que viene soportando como una guerrera del desierto. Se observa sus pies y hace un rictus de desagrado con su boca. De repente da una ojeada y me mira, se da cuenta que la estoy viendo y percibo en esos ojos una mirada sin brillo, apagada. Por un instante me imagino una conversación amable, ese momento espontáneo donde cada uno da su intercambio de pareceres, comentarios superficiales sobre la vida que fluye, pero se diluye de inmediato la imagen con la certeza de que aparecerán solo quejas, tristeza y decepción en el diálogo. 

Quizá hubo un tiempo cuando esa mujer fue bonita y estaba feliz, hoy con su coquetería sobreviviente, sin maquillaje, sin accesorios qué lucir, con una ropa desgastada y con el cabello sujetado al descuido, no parece tener razones para sonreír. Por lo visto, el país de las mujeres muy atentas a su apariencia, los hombres con el chiste constante, la alegría cotidiana del pueblo ha desaparecido. Solo permanece en la idiosincrasia nacional, la fe en el cambio, el sueño de los optimistas. Le hago una mueca a esa mujer para intentar expresarle mi pesar sobre su situación cuando alguien me pregunta, a gritos y en la distancia, que si vendo agua y maldigo la mala suerte de no tener capital, ni cava, ni hielo ni esperanza de provocar una sonrisa empática. Le respondo al sujeto con una señal de mis dedos, largos, delgados y con venas brotadas. La misma señal negativa de quien hace años ha dejado de tener entusiasmo. 

Vuelvo adentro, a mi taburete, a mi reducto empobrecido, al sopor de la tarde y recuerdo aquella frase chistosa que decíamos entre mis amigos de la Facultad de Ciencias Sociales: “¡Es la economía, estúpido!”… Pero no es fácil de explicar, mucho menos de entender. Todo dejó de ser fácil en mi país.