Lleva cuatro horas en fila esa mujer. Sus pies están abultados, la piel parece
rebasarse entre medio de las tiritas de las sandalias. Aunque ella es delgada, sobresalen
hinchados dándole un aspecto preocupante para quien los observa. Cada dedo es un
pequeño choricillo. Las uñas están pintadas de un rojo desleído, por lo visto la pedicura
no es reciente. Los talones resecos muestran unas pequeñas marcas en el borde como
minúsculos tajitos de piel estirada y abierta. A lo largo del costado plantar, miles de
rayitas blancas semejan sucesivos juegos de la vieja o tres en línea. La piel de ella es
morena, mate y está algo descamada.
Esa mujer alterna su peso en cada pie, estira cada pierna hacia adelante, luego
las flexiona hacia atrás como si quisiera llevarlas a su trasero. Se lleva sus manos a la
cintura y de allí a la baja espalda, topa atrás sus dedos gordos, la franela se le adhiere a
la piel sudada, se arquea leve hacia atrás mientras su mirada se pierde en el cielo.
Con el estirón da un resoplido insonoro. Vuelve a su posición. Hace un amague de
querer ponerse en cuclillas, pero, tal vez, el jean que usa le resulta incómodo o sea
incapaz de reincorporarse una vez baje hasta sus tobillos. El cansancio le debe estar
entumeciendo cada miembro de su cuerpo.
Miro mi reloj: 1:45, el sol aprieta y la larga fila de hombres y mujeres crece cada
minuto frente a mí. Entre esa variopinta cadena humana, unos usan gorras, otros se
tapan con algún cartón rescatado de la basura apilada a un costado del supermercado.
Algunas mujeres mayores sacan sus paraguas a modo de sombrilla. Hay, al menos, tres
madres con niños pequeños en brazos sentadas sobre un pequeño muro que era una
amplia jardinera, ahora solo con tierra vieja y convertida en tiradero de desperdicios de
la gente inconsciente. Mientras, esa mujer se mantiene estoica. Solo las marcas de las
equis sucesivas que hace el cuero sobre su piel muestran el tiempo transcurrido: una
espera tediosa donde nada que mueva a la acción ha pasado. Quisiera ofrecerle un
pequeño posapié que tengo dentro del quiosco, pero es muy bajo y ella, quizá, no quiera
sentarse y estar tan cerca del suelo hirviente.
Yo me estoy secando dentro de esta caja de hierro y acero galvanizado. Siento
evaporarme casi sobre el taburete tras el reducido mostrador. Tengo apenas seis ejemplares de los periódicos oficiales y tres del único vespertino con voz disidente que
queda. Dos de los cuatro estantes para golosinas están con los productos más baratos del
mercado y me queda solo un rack de cajetillas de cigarrillos que saco de las cajas y
vendo detallados. Total, el vicio se hace cada vez más caro y la gente prefiere un
caramelo que le sube el azúcar a tener que sufrir el recuerdo de un cafecito que
disfrutaba entre sorbo y aspiración.
Al inicio con este quiosco siempre ofrecía un termo con el negrito preferido de
los fumadores: concentrado, caliente y muy azucarado. Tenía una nevera pequeña
repleta de gaseosas y agua que me había dado en consignación la marca de alimentos
más popular del país. Recuerdo la mañana cuando me la trajeron, hicieron una conexión
al poste de luz, instalaron un pequeño ventilador en el techo, una regleta a un costado
interior donde podía cargar mi móvil y conectaron dos lámparas laterales internas. Podía
tener luz, aire, conexión telefónica. Fue la completa novedad en la cuadra; un lujo, me
decían los gerentes del supermercado. Hasta brindamos los técnicos, el supervisor de la
compañía, la curiosa conserje del edificio del frente y yo.
Vendía múltiples revistas, ofrecía a diario la variedad de la prensa libre. Tenía
una pequeña cartelera donde los vecinos pegaban avisos de servicios a la comunidad.
Contaba con dos estantes repletos de libros usados con un cartel que decía: “Trueque de
sorpresas: tome uno, ponga otro”. Compartía alegre con un centenar de
parroquianos tanto cultos como afectuosos. Había resuelto mi situación de profesor
venido a menos, de hecho ganaba más: no tenía que aguantarme el salario docente de
hambre, ni los alumnos ignorantes replicadores de consignas desfasadas, ni la mala
administración institucional. Además había sido una bendición conseguir este quiosco,
casi regalado, después de recuperarme del infarto que había sufrido cuando me asaltaron
saliendo de mis clases nocturnas.
Cuando empecé con mi quiosco tenía un orificio de
bala cerrado, un corazón con ganas de vivir y muchos deseos de aportar algo más en mi
nueva ocupación.
Disfrutaba de un grupo selecto de clientes, académicos y militares retirados que
venían puntuales a conversar entre las cuatro y cinco de la tarde. Discutíamos sobre
teoría económica, mercados en alza, partidos políticos nacionales y política
internacional. Me visitaban con frecuencia colegas, incluso alguna vez atendí a varios
exalumnos, de los aplicados y juiciosos, esos que comenzaron a salir del país en
desbandada.
Hoy desde las afueras de mi -ahora- tarantín , miro a las más de ochenta
personas que esperan por la llegada de leche, harina, huevos o quién sabe qué producto
puedan obtener. Algunas conversan a voz baja, otras van y vienen, cuidando su puesto
en la línea mientras se turnan para apaciguar el sol bajo un frondoso samán en una
plazoleta contigua al supermercado. Almas detenidas en una fila que zigzaguea bajo el
sol de esta capital tropical caldeada de arengas, mentiras y muertes como partes de
guerra. Hileras de desanimados que se reproducen en cada ciudad a lo largo de la nación
donde el hambre sigue haciendo estragos año tras año.
Esa mujer continúa en el mismo segmento. No se ha movido ni un centímetro.
Levanta su brazo derecho, se tapa por un instante el rostro como si fuese una larga
visera de carne. Su expresión entre iracunda y frustrada le afea los rasgos. Se quita el
sudor con el dorso de su mano, se seca de la franela humedecida bajo los 32 grados que
viene soportando como una guerrera del desierto. Se observa sus pies y hace un rictus
de desagrado con su boca. De repente da una ojeada y me mira, se da cuenta que la
estoy viendo y percibo en esos ojos una mirada sin brillo, apagada. Por un instante me
imagino una conversación amable, ese momento espontáneo donde cada uno da su
intercambio de pareceres, comentarios superficiales sobre la vida que fluye, pero se
diluye de inmediato la imagen con la certeza de que aparecerán solo quejas,
tristeza y decepción en el diálogo.
Quizá hubo un tiempo cuando esa mujer fue bonita y estaba feliz, hoy con su
coquetería sobreviviente, sin maquillaje, sin accesorios qué lucir, con una ropa
desgastada y con el cabello sujetado al descuido, no parece tener razones para sonreír.
Por lo visto, el país de las mujeres muy atentas a su apariencia, los hombres con el
chiste constante, la alegría cotidiana del pueblo ha desaparecido. Solo permanece en la
idiosincrasia nacional, la fe en el cambio, el sueño de los optimistas.
Le hago una mueca a esa mujer para intentar expresarle mi pesar sobre su
situación cuando alguien me pregunta, a gritos y en la distancia, que si vendo agua y
maldigo la mala suerte de no tener capital, ni cava, ni hielo ni esperanza de provocar
una sonrisa empática. Le respondo al sujeto con una señal de mis dedos, largos,
delgados y con venas brotadas. La misma señal negativa de quien hace años ha dejado
de tener entusiasmo.
Vuelvo adentro, a mi taburete, a mi reducto empobrecido, al sopor
de la tarde y recuerdo aquella frase chistosa que decíamos entre mis amigos de la
Facultad de Ciencias Sociales: “¡Es la economía, estúpido!”… Pero no es fácil de
explicar, mucho menos de entender. Todo dejó de ser fácil en mi país.