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marzo 15, 2019

Sacrificio


Esta de las palabras de mi bien amado español que menos me gusta. Desde sus implicaciones religiosas hasta su uso sociopolítico.

Dice la séptima acepción en el Drae: “acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor”. Aunque vale decir que en su etimología latina sacrificio proviene de sacro y facere, es decir, hacer sagradas las cosas, es común su uso asociado con penitencia, inmolación, pérdida, dolor.

No puede resonar en mí una palabra que me sabe más a amargura, tristeza y frustración. No son satisfactorias las ideas que surgen a partir de este sustantivo. Ni hablar cuando se hace verbo. No hay acción posible que me lleve a sentir que debo sacrificarme, estar en sacrificio, o esas ideas de flyers propagandísticos de “eres afortunado porque otro se sacrificó por ti”. No.

No me gustan esos ejercicios de buenas gentes que te pintan un panorama terrible y te preguntan si eres capaz de sacrificarte por tu madre o por tu hijo. No soy capaz de pensar eso. No.

No creo que la vida sea un valle de lágrimas, que vivimos arrastrando una cruz y solo después de muertos -¡de muertos!- vamos a disfrutar de la máxima alegría, del gozo inexplicable del paraíso. No. No me lo creo.



Quizá suene atea, agnóstica o peor aún, anárquica, pero no me vengan con sufrir para ganar, no. Eso solo lo aplico al ejercicio físico que me ayuda a mejorar mi circulación sanguínea, mantener a raya la celulitis y fortalecer mi corazón.


En la vehemencia del amor, la abnegación no la entiendo. Insisto, no.