Esta de las palabras de mi bien amado español que menos me gusta. Desde sus implicaciones religiosas hasta su uso sociopolítico.
Dice la séptima acepción en el Drae: “acto de abnegación inspirado por la vehemencia del amor”. Aunque vale decir que en su etimología latina sacrificio proviene de sacro y facere, es decir, hacer sagradas las cosas, es común su uso asociado con penitencia, inmolación, pérdida, dolor.
No puede resonar en mí una palabra que me sabe más a amargura, tristeza y frustración. No son satisfactorias las ideas que surgen a partir de este sustantivo. Ni hablar cuando se hace verbo. No hay acción posible que me lleve a sentir que debo sacrificarme, estar en sacrificio, o esas ideas de flyers propagandísticos de “eres afortunado porque otro se sacrificó por ti”. No.
No me gustan esos ejercicios de buenas gentes que te pintan un panorama terrible y te preguntan si eres capaz de sacrificarte por tu madre o por tu hijo. No soy capaz de pensar eso. No.
No creo que la vida sea un valle de lágrimas, que vivimos arrastrando una cruz y solo después de muertos -¡de muertos!- vamos a disfrutar de la máxima alegría, del gozo inexplicable del paraíso. No. No me lo creo.
Quizá suene atea, agnóstica o peor aún, anárquica, pero no me vengan con sufrir para ganar, no. Eso solo lo aplico al ejercicio físico que me ayuda a mejorar mi circulación sanguínea, mantener a raya la celulitis y fortalecer mi corazón.
En la vehemencia del amor, la abnegación no la entiendo. Insisto, no.