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junio 12, 2020

El cactus

Los miedos vienen en todas las tallas. Si haces una lista los encontrarás tan diversos como los gustos gastronómicos: algunos serán más amargos que otros. Yo misma los clasifiqué hace algunos años de acuerdo a varios criterios. Por condiciones y situaciones específicas, por aspectos fuera de control. Hoy me he amigado con un par de mis miedos y en ocasiones los invito a pasar un rato juntos. Por fortuna, siempre salgo distinta cuando terminan su visita.



Reviso mi bloc de notas:

V. vino a mi consulta hace dos semanas. Tenía ataques de pánico, sufría insomnio y me confesó en un toque sarcástico que había decidido automedicarse: media botella de ron y un par de antihistamínicos. Receta perfecta para dormir durante seis horas, Doc., ya le digo, es una maravilla.

Ella está casada. Cumplió tres años justo el día después del suceso, ya hace un mes. Me confiesa -ella siempre usa ese verbo al iniciar las respuestas a mis preguntas en la sesión – que lo ama, pero que su dolor está superando al amor de pareja que venía sintiendo por Arturo. 

V. lo llama con un tono de desprecio, “El Rey Arturo, el gran cobarde”.

Ella lo conoció en una estación de tren. Ella acostumbrada a llevar un libro, justo ese día cuando el trayecto iba a ser el doble del usual cambió de cartera y no metió otro. Como una ávida lectora sintió que sería un viaje intolerable, de seguro más largo de las tres horas pautadas. Sentía rabia consigo misma por su olvido. Asegura que tiene libros de todos los tamaños para que quepan en todos sus bolsos. Entonces allí estaba ella, aburrida viendo por el ventanal los paisajes que aparecían veloces y de vez en cuando observando la gente a su alrededor. Y allí estaba Arturo, en el asiento de la hilera derecha viendo alejarse los campos, con un libro sobre el regazo y dormitándose a ritmo mientras golpeaba suave su sien, de vez en cuando, con el paso del tren entre las vías chirriantes.

V. me contó que se dio cuenta de esa salvación dejada al antojo de un lector ocasional, alguien que ni siquiera sostenía con fuerza ese libro apetecible. Intentaba ver el título, pero el ángulo no lo permitía. De repente el tren aminoró la marcha y el pasajero sentado al frente del lector descuidado se levantó y salió del vagón. Ella rápida se ubicó en ese asiento. 

Dio una exhalación. Estaba la contraportada y solo veía un pequeño recuadro y una foto de una mujer sonreída con los brazos cruzados. V. me cuenta que en ese momento se dijo en voz muy baja: espero haya valido la pena. 

Arturo no era muy adicto a la lectura. En opinión de V., él lee para dormir, es decir, el libro como artefacto soporífero, y en aquella ocasión había comprado el primer libro que vio en la librería de la estación con el objetivo de pasar las tres horas aminorando su miedo a los trenes.

V. me ha contado la lista de miedos de su esposo. Nada que no haya conocido en otros pacientes. Claro, en el caso de V., hay un miedo que desató la cobardía de Arturo y eso le resulta a ella imperdonable.

Volviendo al momento del tren y del libro que se iba resbalando entre el regazo de aquel hombre que se convertiría en el marido de V., ella aprovechó esa curva que veía por la ventanilla que iba a tomar el tren para atajar aquel libro bamboleante.

Suave, así cayó entre sus manos. El hombre, Arturo, ni se inmutó, ya estaba profundamente dormido. 

“Atrapa tus miedos y libéralos con Amor”, leyó V. a viva voz. ¿Por qué? ¡Qué fastidio, otro librejo de autoayuda!, me cuenta que pensó en el instante. Pero ya estaba hecho, lo tenía, debía leerlo. ¿Acaso era peor que estar sin leer nada? Comencé y pasaron dos horas y cuarenta y cinco minutos hasta que se despertó el dormilón, me vio el libro, yo le dije que se le había caído, que no quería importunarlo, que no gracias, que no se molestara, que no lo quería, que insisto que no, que no importa, que era para pasar el tiempo, que detesto los libros de ese tipo, que bueno había sido un poco curioso lo que decía, que gracias, que de nada. Mi nombre, su nombre, un café al bajarnos en Montmartre y ya… una historia simpática de amor que empezaría a nacer dos semanas después.

Así lo resume V., ahora con un tono melancólico, ese típico de cuando se anda entre el desamor y la decepción.

De la vida de un hombre temeroso al suceso que trastocó la vida de V. es mucho lo que hay qué analizar. Hoy ella está enfrentando su propia situación, está batallando con los nuevos miedos que surgieron y parecen adueñarse de ella ahora. De Arturo, bueno, quedó en venir a consulta, pero ir al loquero está entre su listado de miedos.


Aquella mañana V. estaba feliz porque iba a recibir la entrega del pedido que había encargado hacía una semana. Ella se había antojado de ese Ferocactus Stainessi enorme. Ya tenía dispuesto el lado del jardín donde lo iba a ubicar, alejado de la piscina y del área social, pero en una posición donde podía destacarse como quería. V. era fanática de los cactus: de espinas largas, cortas; Suculentas; globosos, columnares. Tenía alrededor de ciento veinte en todas las áreas de la casa. Claro, los de espinas estaban distribuidos de forma estratégica por todo el jardín, en los ventanales frontales y en la entrada principal.

Eran las 10:17 de ese martes de mayo. Tocaron desde el portón trasero y fue a abrir. Allí estaba, sobre una carretilla esa biznaga de barril magnífica en una maceta de cerámica con dibujos del desierto en tonos amarillo y naranja. Dos hombres venían a hacer la entrega. Trasladaron con comodidad la grandiosa planta, la ubicaron donde quería V. y se marcharon por donde entraron.

V. parecía una niña con juguete nuevo. Quería tomarle una foto para sus registros. Ella llevaba una agenda con los nombres de todas sus plantas y la fecha cuando había llegado cada una a la casa. Era su registro de nacimiento, como le gusta decir todavía.

Fue al estudio donde había dejado el celular, lo tomó, activó la cámara y se dirigía rápida al salón para volver al patio. Cuando llegó a la sala rumbo a la cocina para salir afuera, dos hombres la sorprendieron y la empujaron al sofá. Empezaron a golpearla y a arrancarle la ropa. V. gritaba, se movía con desesperación para zafarse, pero uno de los hombres sacó un puñal y le gritó que se callara porque de lo contrario moriría. Le dio un puñetazo que le hizo estremecer el cerebro, o eso sintió, que su cerebro había chocado entre su cráneo. El hombre más alto le arrancó la ropa interior y la penetró con fuerza dando un alarido desgarrador. V. lo golpeaba y el otro hombre le sostuvo los brazos con fuerza. De repente se oyó el ruido de un golpe cerca de la ventana. Los hombres se detuvieron y salieron escapando por donde entraron: el portón trasero que había quedado abierto.

V. lloraba con fuerza y gritaba enloquecida. Por la puerta principal aparecía Arturo con rapidez y sobrecogido, tenía la mano llena de tierra y sangre. La maceta con el cactus erizo que estaba en el saliente del ventanal se había roto.


Releo en mis notas: ¿Cuánto tiempo fue Arturo testigo tras las cortinas de la violación de su mujer? ¿Tumbó la maceta adrede para espantar a los perpetradores? ¿Pudo más su miedo que su coraje para defenderla?